La base de la pastelería es la torta o el ponqué: siempre presente en toda clase de celebraciones. Sus ingredientes son los siguientes: un billón de cuatrillones (un uno seguido de treinta y dos ceros) de partículas de harina de trigo, media taza de mantequilla, una taza y media de azúcar refinada, una taza de leche, tres cucharaditas y media de levadura, una cucharadita de sal, una cucharadita de extracto de vainilla y tres huevos. La receta es bastante simple: • Precalentar el horno a 180 °C (350 °F). Engrasar y enharinar un molde de aproximadamente 23×33 centímetros. Adicionar la levadura y sal a la harina. Reservar. • Batir la mantequilla junto con el azúcar en un tazón grande hasta que la mezcla se esponje. Agregar los huevos uno por uno, batiendo bien después de cada adición. Añadir lentamente el billón de cuatrillones de partículas de harina de trigo, alternando con la leche y batiendo hasta integrar. Incorporar la vainilla. • Verter la masa dentro del molde y hornear por 45 minutos. Asumiendo por un momento que usted tuvo la capacidad de contar ese enorme número de partículas de harina para seguir al pie de la letra la receta, permítame hacerle la siguiente pregunta: ¿usted cree que si en su conteo de las partículas de harina se equivoca y adiciona una de más, o si le quedó faltando una, no saldrá una torta después de tener la masa cuarenta y cinco minutos en el horno? ¿La partícula faltante, o la extra, tendría el efecto devastador de destruir toda la receta y malograr la anhelada torta al final? ¿Cierto que no? Resulta que, en la gran receta de la formación del átomo en los orígenes del universo, un error de esta magnitud sí hubiera resultado en fracaso: no se habría formado el átomo. Por consiguiente, no habría estrellas, lunas ni planetas. No existiríamos, de hecho. Ese era el grado de precisión necesario para la formación de la materia. Permítame explicar esto con mayor profundidad. Si cuando le mencionan la palabra «átomo» se imagina una serie de esferas aglomeradas en el centro y otras girando a su alrededor, describiendo circunferencias concéntricas, usted está imaginando el modelo atómico que postuló el físico danés Niels Bohr en 1913. Según este modelo, el átomo está compuesto de protones y neutrones en el centro y de electrones en el exterior, todos ellos en igual número. El protón tiene carga eléctrica positiva, el electrón tiene carga eléctrica negativa y el neutrón no tiene carga. El concepto de una unidad mínima primaria de la materia (átomo) ha existido desde la antigua Grecia, pero su origen se debe más a una necesidad filosófica que a la experimentación científica. Tuvieron que pasar muchos siglos antes que la ciencia empezara a conocer más de él. En 1804 se determinó que todos los átomos de un determinado elemento eran iguales entre sí y diferentes de cualquier otro . A partir de ese momento, empezó una carrera por descubrir las propiedades físicas y químicas de cada uno de los elementos. La primera lista de elementos ordenados según su masa (peso) atómica apareció en 1869 y fue la precursora de la tabla periódica que conocemos hoy. El siguiente gran paso para llegar a esta tabla fue «especular» cómo era un átomo. En ese momento surgieron diferentes modelos, entre ellos el de Bohr. Cada nuevo descubrimiento generaba una cantidad enorme de preguntas, muchas de las cuales siguen sin una respuesta clara en nuestros días. Algunas de las preguntas más importantes que captaron la atención de los primeros estudiosos fueron ¿qué le daba la estabilidad al átomo? ¿Qué hacía que los protones y neutrones se mantuvieran juntos para formar un núcleo? ¿Qué hacía que el electrón girara infinitamente y conservara la distancia que mantiene con el núcleo? Además de esto, si ya se sabía que los protones poseían carga eléctrica positiva, y por la ley del electromagnetismo se sabía también que dos cargas iguales se repelen y dos opuestas se atraen, ¿cómo se podían mantener unidos varios protones en el núcleo? ¿Por qué el electrón no se pegaba al protón si tenían cargas opuestas? A mediados del siglo XX se descubrió en el interior del núcleo lo que se denominó la «fuerza nuclear fuerte» . Esta, al ser mayor que la fuerza electromagnética que obliga a los protones a separarse entre sí por tener la misma carga eléctrica, la vence y hace que se mantengan juntos. ¿Qué pasaría si suprimiéramos la fuerza nuclear fuerte? El átomo dejaría de existir, ya que los protones se separarían entre ellos por poseer la misma carga y el núcleo se desintegraría. ¿Qué pasaría si esa fuerza fuera «ligeramente» más fuerte? El átomo dejaría de existir, ya que el electrón escaparía de su órbita y se uniría a los protones del núcleo, que tienen carga eléctrica positiva. ¿Qué pasaría si esa fuerza fuera «ligeramente» más débil? El átomo colapsaría, ya que la fuerza electromagnética ganaría y los protones se separarían. Al no haber átomos no habría moléculas. Al no haber moléculas no tendríamos ningún objeto más grande que un protón o un electrón y, por lo tanto, no habría planetas ni galaxias, ni química y, en consecuencia, no existiríamos. Afortunadamente, esa fuerza nuclear tiene el valor necesario para darle estabilidad al átomo. Ni muy fuerte ni muy débil; solo la cantidad precisa. Otra de las cuatro fuerzas fundamentales de la naturaleza es la de la gravedad o gravitación, que ejerce la atracción entre dos objetos. Cientos de miles de años después de la Gran Explosión (Big Bang), en el universo solamente había átomos de hidrógeno, que son los átomos más simples de todos (están formados por un protón, un neutrón y un electrón). Frente a la fuerza nuclear fuerte, la gravedad es prácticamente despreciable. Sin embargo, la gravedad es suficiente como para acercar dos átomos que se encuentren bastante cerca. Cuando un átomo atrae a otro, su masa aumenta y, por lo tanto, también su gravedad. De este modo, el átomo puede atraer más fácilmente a otros un poco más distantes. Si este proceso continúa por millones de años, se formará una inmensa «bola» de gas, que luego se transformará en una estrella. Cuando agotan su combustible, las estrellas explotan y arrojan generosamente al espacio material sólido que contiene todos los elementos de la tabla periódica. Luego de esto, por efecto de la gravedad, esos materiales vuelven a unirse y forman planetas rocosos como el nuestro. Otras estrellas más pequeñas no explotan, sino que quedan en su lugar como una bola pesada, fría e inerte. Esto es lo que le va a pasar a nuestro sol (apéndice C). Como podemos observar, la fuerza de la gravedad es la responsable de que haya planetas y estrellas. ¿Qué pasaría si esa fuerza fuera «ligeramente» más débil? Si así lo fuera, los átomos no se atraerían entre sí y no se formarían moléculas ni planetas, ni tampoco estrellas. ¿Qué pasaría si esa fuerza fuera «ligeramente» más fuerte? Los átomos se fusionarían entre ellos poco tiempo después de la Gran Explosión (Big Bang) y formarían una sola «bola» de materia. Así pues, no se formarían moléculas ni planetas, ni tampoco estrellas. ¿Sabe qué es un centímetro? Es un metro dividido en cien partes. ¿Sabe qué es un milímetro? Es un centímetro dividido en diez partes. ¿Sabe qué es un nanómetro? Es un milímetro dividido en un millón de partes. ¿Sabe qué es un yoctómetro? Es un nanómetro dividido en un millón de partes (es decir, 1 metro dividido en 1 000 000 000 000 000 000 000 000). Trate de imaginar esta fracción. Acá viene algo sorprendente. Cuando hablé de la gravedad y de la fuerza nuclear fuerte, hice la hipotética pregunta de qué pasaría si esas fuerzas se modificasen ligeramente. Pero ¿cuánto es ligeramente? Veamos el caso de la primera. La fórmula que calcula la fuerza de gravedad entre dos masas está dada por la distancia entre las dos masas y una constante . Pregunté anteriormente qué pasaría si modificáramos esa constante «ligeramente». Si la disminuyéramos (hiciéramos ligeramente menor el valor de la constante) en tan solo un yoctómetro, no se formaría el universo. Si la aumentáramos (hiciéramos ligeramente mayor el valor de la constante) en tan solo un yoctómetro, tampoco se formaría el universo. Aunque los valores de esas fracciones son tan pequeños, el más «ligero» cambio alteraría el resultado. De todos los posibles valores que puede tener esa constante, solo uno hace viable el universo. ¿Coincidencia? ¿Suerte? Con la fuerza nuclear fuerte ocurre lo mismo. A pesar de que su radio de influencia es sumamente pequeño (menor a una billonésima de milímetro), una mínima variación de su valor haría que no se formara nada. Volviendo al metro que dividimos anteriormente, tome un yoctómetro y divídalo en mil millones de partes. Si esa fuerza aumenta o disminuye en tan solo una de esas minúsculas fracciones, no habría universo. Este solo se puede formar con el valor que la fuerza nuclear fuerte posee. Nuevamente, así de dramático es ese «ligeramente». ¿Coincidencia? ¿Suerte? Al momento de escribir estas páginas, el hombre ha logrado identificar noventa y tres fuerzas, constantes, proporciones, velocidades, distancias, etc., que rigen la formación y preservación de toda la materia. Existimos gracias a lo preciso y exacto de los valores actuales de esas fuerzas. Con la más «ligera» variación, la materia no se comportaría de la manera en que lo hace y nada se habría formado. ¿Puede el azar causar exactamente los valores que se necesitaban para que todo existiera? Veamos de qué tipo de azar estamos hablando. Volviendo a la fuerza de la gravedad, de todos los 1×10279 posibles valores que puede tener la constante gravitacional , uno y solamente uno de ellos sirve para generar átomos estables que sean la base de nuestro universo y la vida. Es decir que, al hablar de azar, estamos hablando de una probabilidad de 1 entre 1×10279 (apéndice B). Veamos también el caso de la constante cosmológica de la velocidad de expansión del universo: de todos los posibles 1×1057 valores, uno y solamente uno de ellos sirve. En su obra Le Chaos et l’Harmonie, el astrofísico Trinh Xuan Thuan dice lo siguiente con respecto a esta probabilidad: Esa cifra es tan pequeña que corresponde a la probabilidad de que un arquero le atinara a un objetivo de 1 cm², situado en el otro extremo del universo, disparando a ciegas una única flecha desde la Tierra y sin saber en qué dirección está el objetivo. La probabilidad de que la fuerza nuclear fuerte tuviera el valor que de hecho tiene es de 1 entre 1×1032, según Barrow y Tipler . Es decir que la probabilidad de que las tres fuerzas adquirieran estos tres valores a la vez es de 1 entre 1×10368 (faltaría aún incluir en nuestro cálculo el resto de las noventa y tres variables conocidas). Permítame poner en perspectiva esta probabilidad. Powerball es una de las loterías más populares de los Estados Unidos. Para ganar el premio mayor, se deben adivinar cinco números de los sesenta y nueve que están en juego, y además adivinar el Powerball (que es un número de veintiséis posibles). Es decir que la probabilidad es de 1 entre 292 201 338, que equivale a 1 entre 2,92×108. Es una probabilidad muy pequeña. Sin embargo, es inmensa comparada a una probabilidad de 1 entre 1×10368 (y no olvide que esta última es solo la probabilidad de tres factores de los noventa y tres conocidos). Pensar en una extraordinaria coincidencia como explicación de que estas fuerzas posean los valores que poseen no es razonable. Ciertamente, la materia y las fuerzas que la afectan fueron diseñadas desde el principio para que adquirieran esos valores precisos. Así, ellas se ajustaron estrictamente a los planos que trazó el Diseñador para crear su obra. No podemos pretender que el azar es la explicación de este ajuste tan extremadamente preciso. Pretender eso sería el acto de fe más grande que cualquier hombre podría hacer. Cuando los científicos empezaron a descubrir que las fuerzas, constantes, proporciones, velocidades, distancias, etc. básicas del universo debían tener los valores que tenían (ya que la más pequeña variación hacía inviable el universo), la comunidad creyente comenzó a sentirse respaldada nada menos que por la ciencia. Según esos descubrimientos, solo una mente superior, un Creador, podía haber dictaminado unas leyes de la naturaleza armónicas y exactas, capaces de impregnarle a la materia las propiedades que la hacían apta para formar el universo y la vida. El azar quedó excluido de esta gran ecuación. Ni siquiera el célebre científico Stephen Hawking pudo ignorar semejantes descubrimientos. Por ello escribió en Historia breve del tiempo, publicado en 1988, lo siguiente: Las leyes de la ciencia, tal como las conocemos en la actualidad, contienen muchos números fundamentales, como el tamaño de la carga eléctrica del electrón y la relación de las masas del protón y el electrón […] El hecho notable es que los valores de estos números parecen haber sido ajustados finamente para hacer posible el desarrollo de la vida. También el matemático, astrónomo, físico y ateo inglés Fred Hoyle afirmó lo siguiente: Una interpretación juiciosa de los hechos nos induce a pensar que un superintelecto ha intervenido en la física, la química y la biología para hacer la vida posible. Ante esos descubrimientos, la reacción de los académicos ateos no se hizo esperar. Surgió, como sacada de un sombrero, la teoría de los multiversos . El concepto de «multiverso» había sido usado por algunos autores de ciencia ficción. Pero, al carecer de la más mínima prueba de la existencia de un multiverso, ni siquiera en la ciencia ficción el concepto ocupó el lugar que estos académicos le asignaron. Básicamente, la teoría de los multiversos sostiene que existe una «fábrica de universos» que produce trillones y trillones de ellos por segundo. En cada uno de estos universos, las fuerzas, constantes, proporciones, velocidades, distancias, etc., propias de la materia tienen valores diferentes. Debido a que estas fuerzas no tienen los valores correctos, los universos desaparecen en el instante mismo en que nacen. Esa fábrica, que según la teoría existe y sigue produciendo universos, es la que hace muchísimo tiempo produjo un universo con los valores correctos: el nuestro. ¿Qué pruebas hay de la existencia de esta «fábrica»? Ninguna. Pero los académicos ateos aseguran y siguen asegurando que existe, ya que para ellos es la «única» explicación de que nuestro universo esté finamente ajustado. Postular la existencia de esta «fábrica» no resuelve nada, sino que mueve un paso atrás el enigma del origen de todo. ¿Cómo fue creada esa fábrica? ¿Cómo adquirió las propiedades físicas necesarias para haber podido infundirle a la materia inicial unas ciertas propiedades que desembocaran en un universo fallido o acertado? ¿De dónde salió la materia prima para su funcionamiento? Y, lo más importante, ¿de dónde adquirió la «inteligencia» que era necesaria para que funcionara? Antes que se postulara esta teoría, el enigma era el origen de la materia prima de nuestro universo, es decir, la «bola» de energía que en algún momento explotó en esa Gran Explosión (Big Bang). Para la comunidad creyente ese enigma se resuelve con la existencia de un Creador que, en su calidad de Diseñador, creó la materia con las propiedades necesarias para que esas variables tuvieran los valores justos y exactos. Para la comunidad no creyente, esa «bola» de energía siempre había existido y el azar se encargó del resto. Al aparecer este «problema» de los valores exactos, la comunidad no creyente tuvo que quitar el azar como el hecho que condujo a la materia hasta el presente. Se inventaron entonces esto de la «fábrica» de hacer universos. Con esa teoría volvieron al mismo punto. Antes se les preguntaba a estos ateos académicos por el origen de la materia y no tenían una respuesta. Ahora sí la tienen: la materia fue producida por esta «fábrica». Pero, cuando se pregunta por el origen de esta «fábrica»—que, dicho sea de paso, lógicamente debe tener una complejidad que escapa a nuestro conocimiento, porque si encontrar explicaciones para un único universo ya nos causa dolores de cabeza, ¡qué sería ahora una «fábrica» de ellos! —, no tienen una respuesta.