La mayoría de los doctores bíblicos señalan al apóstol Juan —uno de los dos hijos de Zebedeo y Salomé, hermano menor de Santiago y compañero de Simón Pedro— como al discípulo amado que se menciona en el evangelio que lleva este mismo nombre. Él estuvo entre los primeros escogidos por el Maestro para ser uno de los doce. Esto fue contrario a las costumbres de la época, según las cuales los discípulos elegían a los maestros que los guiarían: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros» . Al parecer era el más joven del grupo, así que Jesús le tomó especial cariño, y de ahí el apelativo del «amado». Juan estuvo junto al Maestro en ocasiones especiales: en la casa de Jairo, jefe de una sinagoga, a cuya hija resucitó; cuando subió al monte Tabor para transfigurarse; y en el huerto de Getsemaní, donde Jesús se retiró a orar en agonía ante la perspectiva de su pasión y muerte. Con Pedro, fueron los escogidos por Él para realizar los preparativos para la última Cena pascual y luego lo invitó a sentarse a su derecha. Y de manera especial, Jesús le encomendó el cuidado de su madre cuando Él moría en la cruz. También fue testigo privilegiado de las apariciones de Jesús resucitado y de la pesca milagrosa en el Mar de Tiberíades. Este discípulo vio al Maestro resucitar muertos, caminar sobre el agua, alimentar a multitudes con apenas unos panes y peces, sanar toda clase de enfermos, devolverle la vista al ciego, el habla al mudo, el caminar al paralitico, etc. Compartió con Él tres años, día y noche. Sostuvieron platicas que están consignadas en las Escrituras más muchas otras que no se incluyeron, pero que podemos afirmar que existieron. Y aun así no creía que Él fuera el Hijo de Dios. Las Escrituras nos cuentan los momentos de quiebre de algunos discípulos en los que cedieron a sus dudas y creyeron en la resurrección del Señor y, por consiguiente, en reconocerlo cómo el Mesías. El de Tomás fue cuando el Maestro le pide que meta sus dedos en los agujeros de los clavos y su mano en la herida del costado. El de los dos caminantes de Emaús fue cuando, cenando con Él, lo reconocen al partir el pan. El de otros fue cuando Jesús se les apareció en el cuarto donde se encontraban escondidos por «miedo a los judíos». ¿Cuál fue el momento de quiebre de este discípulo tan especial y al que el Maestro tanto amaba? Junto con Pedro, fueron los primeros discípulos en visitar la tumba cuando María Magdalena les dio el anuncio de la resurrección del Señor. Al entrar al sepulcro notaron que «todo» estaba en «su» lugar, menos Jesús. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó el primero al sepulcro; e inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro; vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollados en un sitio aparte. Juan 20,4-7 Los evangelistas utilizan la palabra lienzo o sábana para referirse a la «sábana de lino» que compró José de Arimatea para envolver el cuerpo de Jesús. Con respecto a esta tela, en la narración del discípulo amado, el evangelista hace énfasis en una palabra y por eso la repite: «tendidos». Al entrar en el sepulcro, los testigos se sorprendieron enormemente porque el cuerpo había desaparecido, pero en cambio la sábana que lo había envuelto estaba «tendida». Es decir que la sábana permanecía en la misma posición en la que había sido colocada, pero caída sobre sí misma, como si el cuerpo se hubiera «evaporado». La sábana parecía estar «desinflada». De ahí la importancia del detalle. Por eso agrega que él «vio y creyó» (Juan 20,8). Este discípulo que tanto conocía al Maestro, que fue el «consentido» del Mesías, que estuvieron juntos en momentos muy importantes de la vida del Señor, lo que lo hizo finalmente creer fue ver «tendida» la sábana. El vio en altorrelieve esa tela que alguna vez había cobijado un cuerpo. Ahora aparecía «desinflada» con las marcas elevadas de la nariz, los pómulos, el mentón, el cuerpo y sus extremidades, en el mismo lugar donde el viernes habían depositado el cadáver. Para Juan este vital detalle, no solo descartaba el rumor que circulaba de un robo —¿Qué ladrón se hubiera puesto a arreglar la sábana y el sudario de esta manera? —, sino que evidenciaba el milagro de la resurrección. El evangelio de Juan es el único en mencionar, adicional a la sábana, el «sudario». La palabra griega que usó el evangelista para «sudario» significa «paño o pañuelo para el sudor». Se trataba de una tela de un tamaño intermedio entre nuestros pañuelos y las toallas de mano, que formaba parte del atuendo habitual de los hombres en tiempos de Jesús, y que servía principalmente para secarse el sudor. En el rito funerario, era utilizado para envolver el rostro buscando, especialmente, que la quijada no se descolgara. Era la primera prenda que se usaba en el ajuar mortuorio. En Juan 11,44, en el relato de la resurrección de Lázaro, se usa esta palabra cuando se dice que «su rostro estaba envuelto en un sudario». En Lucas 19,20 se usa en la parábola de los talentos, el tercero de los siervos le devuelve al amo el talento recibido diciendo «ahí tienes tu talento, lo tenía guardado en un pañuelo (sudario)». Y finalmente, esta palabra se usa también en Hechos 19,11-12 en la mención que se hace a los milagros que realizaba Pablo «tanto que hasta los pañuelos (sudarios) o las ropas que habían sido tocados por su cuerpo eran llevados a los enfermos, y éstos se curaban de sus enfermedades, y los espíritus malignos salían de ellos.». En Juan 20,7 se da mucha importancia a la posición concreta en la que se hallaba el sudario dentro de la tumba del Maestro. No estaba tendido como la sábana, sino que, por el contrario, estaba enrollado y lejos de ella. Lo que el evangelista nos está diciendo es que el cuerpo de Jesús «traspasó» la sábana con el sudario puesto, luego se lo quitó, lo enrolló y lo dejó en otro lugar de donde había reposado su cuerpo. Eso fue lo que lo hizo creer en la resurrección del Maestro. Eso fue lo que lo hizo convencerse de que Jesús era el Mesías, el Hijo de Dios. Él «vio y creyó» .