Jesús ganó su popularidad con el pueblo judío no tanto por las buenas nuevas que les trajo, sino por sus milagros. Con ellos los curó, los revivió y los alimentó: «Jesús les dijo: —Les aseguro que ustedes me buscan porque comieron hasta llenarse, y no porque hayan entendido las señales milagrosas.» . La gente sabía que de Él «emanaba» una fuerza muy especial que todo lo cambiaba: Cuando oyó hablar de Jesús, esta mujer se le acercó por detrás, entre la gente, y le tocó la capa. Porque pensaba: «Tan sólo con que llegue a tocar su capa, quedaré sana.» Al momento, el derrame de sangre se detuvo, y sintió en el cuerpo que ya estaba curada de su enfermedad. Jesús, dándose cuenta de que había salido poder de él, se volvió a mirar a la gente, y preguntó: —¿Quién me ha tocado la ropa? Marcos 5,27-30 El pensamiento de esta mujer dibuja perfectamente el de la multitud. Por eso lo buscaban y lo seguían a todas partes. En la mayoría de los pasajes bíblicos donde esta Jesús, aparece rodeado por una gran cantidad de personas que les gustaba escucharlo y verlo retar al estamento religioso, pero siempre existía el interés de una sanación o de un milagro que les proveyera sus necesidades más apremiantes. La gente vivía a la caza de la próxima llegada a una determinada región para tocarlo y obtener curación: «Así que toda la gente quería tocar a Jesús, porque los sanaba a todos con el poder que de él salía.» . Los judíos de su época veneraban las tumbas de los profetas y de otras personas santas como, por ejemplo, los mártires piadosos (ver Mateo 23,29; Hechos 2,29 y 1 de Macabeo 13,25-30). ¿Por qué no hay ni una sola evidencia cristiana, ni secular, ni histórica de haber existido algún lugar donde se hubiera venerado el cuerpo de Jesús? Cuando Jesús hizo su entrada a Jerusalén el domingo anterior al de su resurrección, montado en un burrito, la gente que lo conocía estaba sumamente eufórica, lo alababan con palmas y le gritaban hosannas. Semejante algarabía atrajo la atención de una gran cantidad de personas que indagaban «Cuando Jesús entró en Jerusalén, toda la ciudad se alborotó, y muchos preguntaban: —¿Quién es éste? Y la gente contestaba: —Es el profeta Jesús, el de Nazaret de Galilea.» . Esa fue la triste realidad del Maestro, que el pueblo lo reconoció como un profeta, pero no como el Mesías. De todos los profetas de la antigüedad no hubo nadie que tan siquiera se acercara a la cantidad de obras y milagros que hizo Jesús, y aun así adoraban sus tumbas, entonces ¿por qué no hicieron lo mismo con la de Jesús? La respuesta es sencilla, porque en la que estuvo el Maestro, después de tres días, quedo vacía y nunca más tuvo otra. Sabemos dónde reposan los huesos de Abraham, Mahoma, Buda, Confucio, Lao-Tzu y Zoroastro, pero ¿dónde están los de Jesús? ¿No es esto otra evidencia más de que sus amigos no podían tener ese cuerpo?