Dios no es uno más de esos dioses que la imaginación de los antiguos escritores concibió y que se encuentran en lo que se conoce como «mitología», dioses que poseían los mismos defectos y cualidades que nosotros los humanos. Ellos sentían celos, rabia, envidia, rencor, mentían y también eran capaces de ser amorosos, generosos, compasivos. Podían estar de buen o mal humor según las circunstancias particulares del momento. Algunas veces se aburrían de sus rutinas y se daban una vuelta por la Tierra, y en varias oportunidades fueron seducidos por la belleza de las mujeres y tuvieron relaciones con varias de ellas, con lo que traicionaron a sus esposas «celestiales».
Dios no es ese guerrero violento que quiere imponer su verdad a punta de guerras y destrucción, como el dios que algunos grupos invocan pretendiendo que la violencia es lo que Él les ordena.
Dios no es ese dios policía que se esconde detrás de cada uno de nosotros para sorprendernos haciendo cosas consideradas malas, desde el punto de vista de nuestra educación o cultura, y castigarnos o corregirnos inmediatamente como lo harían nuestros padres terrenales.
Dios no es esa energía que encontramos manifiesta de diversas maneras en la naturaleza, que nos brinda el alimento corporal y espiritual.
Dios no es ese titiritero que se entretiene jugando con nosotros, haciéndonos hacer cosas, enviándonos castigos en forma de enfermedades, fracasos, ruinas, etc. por lo que hemos hecho mal, o premiándonos con buena salud, dinero, fama y poder por habernos portado bien.
Dios no es un narcisista que requiere que lo estemos adorando permanentemente para que esté contento, como si condicionara su amor hacia nosotros según sea nuestro nivel de adoración.
Dios no es el dios de los «huecos». Ese dios al que el hombre le atribuía algún fenómeno de la naturaleza que era incapaz de entender o de comprender, como la lluvia, el fuego, los eclipses, etc. En la medida en que comprendimos esos vacíos o «huecos», ese dios fue perdiendo «poder» hasta que desapareció casi que por completo.
Dios no es tampoco una combinación de un poco de cada uno de los referidos anteriormente, una combinación que vamos dibujando en nuestra mente y corazón dependiendo de las experiencias que le vayan dando forma a nuestra vida. Desafortunadamente, según sea el grado de inmadurez de nuestro conocimiento de Dios, cada una de esas ideas equivocadas de Él nos lleva por el camino errado, nos desvía del que nos ha de conducir a ese Padre amoroso del que nos habló Jesús en su hermosa parábola del hijo pródigo:
Jesús contó esto también: «Un hombre tenía dos hijos, y el más joven le dijo a su padre: “Padre, dame la parte de la herencia que me toca”. Entonces el padre repartió los bienes entre ellos. Pocos días después el hijo menor vendió su parte de la propiedad, y con ese dinero se fue lejos, a otro país, donde todo lo derrochó llevando una vida desenfrenada. Pero cuando ya se lo había gastado todo, hubo una gran escasez de comida en aquel país, y él comenzó a pasar hambre. Fue a pedir trabajo a un hombre del lugar, que lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Y tenía ganas de llenarse con las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Al fin se puso a pensar: “¡Cuántos trabajadores en la casa de mi padre tienen comida de sobra, mientras yo aquí me muero de hambre! Regresaré a casa de mi padre, y le diré: Padre mío, he pecado contra Dios y contra ti; ya no merezco llamarme tu hijo; trátame como a uno de tus trabajadores”. Así que se puso en camino y regresó a la casa de su padre.
Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y sintió compasión de él. Corrió a su encuentro, y lo recibió con abrazos y besos. El hijo le dijo: “Padre mío, he pecado contra Dios y contra ti; ya no merezco llamarme tu hijo”. Pero el padre ordenó a sus criados: “Saquen pronto la mejor ropa y vístanlo; pónganle también un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el becerro más gordo y mátenlo. ¡Vamos a celebrar esto con un banquete! Porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a vivir; se había perdido y lo hemos encontrado”. Comenzaron la fiesta.
Entre tanto, el hijo mayor estaba en el campo. Cuando regresó y llegó cerca de la casa, oyó la música y el baile. Entonces llamó a uno de los criados y le preguntó qué pasaba. El criado le dijo: “Es que su hermano ha vuelto; y su padre ha mandado matar el becerro más gordo, porque lo recobró sano y salvo”. Pero tanto se enojó el hermano mayor, que no quería entrar, así que su padre tuvo que salir a rogarle que lo hiciera. Le dijo a su padre: “Tú sabes cuántos años te he servido, sin desobedecerte nunca, y jamás me has dado ni siquiera un cabrito para tener una comida con mis amigos. En cambio, ahora llega este hijo tuyo, que ha malgastado tu dinero con prostitutas, y matas para él el becerro más gordo”.
El padre le contestó: “Hijo mío, tú siempre estás conmigo, y todo lo que tengo es tuyo. Pero había que celebrar esto con un banquete y alegrarnos, porque tu hermano, que estaba muerto, ha vuelto a vivir; se había perdido y lo hemos encontrado”». (Lucas 15,11-32)