Podría decir que para la mayoría de los creyentes, esta es una pregunta que tal vez nunca se la hubieran formulado a sí mismos, ya que les basta saber que los evangelios nos cuentan que el Señor resucitó al tercer día de entre los muertos, que se apareció a los apóstoles al menos en una ocasión y se presentó ante un grupo de más de quinientas personas como nos lo relata san Pablo en su primera carta a los Corintios en el capítulo quince.
El diccionario de la Real Academia Española incluye entre sus definiciones de la palabra probar la siguiente:
“Justificar, manifestar y hacer patente la certeza de un hecho o la verdad de algo con razones, instrumentos o testigos.”
San Pablo nos dice:
“Y si Cristo no ha resucitado, nuestra predicación no sirve para nada, como tampoco la fe de ustedes.” 1 Corintios 15:14
Estas palabras nos hacen ver la importancia fundamental que representó este hecho para los primeros predicadores de la Iglesia primitiva.
La resurrección de Jesús constituyó el cimiento sobre el que se fundó la cristiandad, y que sucedió “… según las escrituras” como nos lo dice san Pablo en su Primera Carta a los Corintios en el capítulo quince.
Mucha gente piensa hoy en día, que la resurrección de Jesús fue una invención de los apóstoles para poder convertir a los judíos y no dejar que la naciente religión desapareciera con la muerte de su Maestro, de hecho, un evangelio nos cuenta el origen que dio base a esta versión que ha llegado hasta nuestros días:
“Mientras las mujeres iban de camino, algunos de los guardias entraron en la ciudad e informaron a los jefes de los sacerdotes de todo lo que había sucedido. Después de reunirse estos jefes con los ancianos y de trazar un plan, les dieron a los soldados una fuerte suma de dinero y les encargaron: «Digan que los discípulos de Jesús vinieron por la noche y que, mientras ustedes dormían, se robaron el cuerpo. Y si el gobernador llega a enterarse de esto, nosotros responderemos por ustedes y les evitaremos cualquier problema.» Así que los soldados tomaron el dinero e hicieron como se les había instruido. Esta es la versión de los sucesos que hasta el día de hoy ha circulado entre los judíos.” (Mat. 28, 11-14)
Pero veamos una serie de argumentos que nos ayudarán a confirmar nuestra creencia en la resurrección de nuestro Señor Jesucristo, tal y como nos lo cuentan las Sagradas Escrituras y que, por supuesto, trasciende más allá del simple acto de fe que nos enseñaron en nuestros primeros años de catequesis.
La tumba vacía
Los cuatro evangelistas nos cuentan que el sepulcro donde fue puesto el cadáver de Jesús estaba vacío al tercer día.
¿Qué pasó con el cuerpo de Jesús?
Tendríamos básicamente tres posibilidades: Los enemigos de Jesús se lo robaron y lo escondieron, los amigos de Jesús se lo robaron y lo escondieron o que Jesús resucitó.
Que los enemigos de Jesús se hubieran robado su cuerpo no tendría mucho sentido, porque precisamente la ausencia de su cuerpo era una gran evidencia de la resurrección que proclamaban sus discípulos, con las primeras conversiones en masa como la descrita en el capítulo dos del libro de los Hechos de los Apóstoles, los que tuvieran su cuerpo lo habrían exhibido para así acabar con ese nuevo movimiento que tanto les molestaba.
Que los amigos de Jesús se lo hubieran robado tampoco tendría mucho sentido. Los evangelistas nos cuentan como los discípulos huyeron del lado de Jesús cuando él fue apresado y crucificado por temor a correr la misma suerte; los evangelistas también nos cuentan que los apóstoles se encerraron y permanecieron escondidos por miedo a los judíos que los buscaban para matarlos. ¿Así que de donde habrían sacado la valentía para robar su cuerpo y salir a predicar su evangelio?
¿Cómo hubieran evitado que a donde quiera que lo hubieran sepultado, no se les hubiera convertido en el mayor centro de peregrinación y veneración de su época?
¿Qué hizo que este grupo de temerosos y asustados apóstoles, escondidos y tristes, pasaran a predicar con valor y alegría las enseñanzas de su maestro?
No cabe explicación diferente a la de haberlo visto vivo nuevamente, el haber visto personalmente a Jesús con las heridas de sus manos, de sus pies y de su costado todavía frescas, los convenció sin lugar a dudas que en verdad Jesús sí era el Mesías. El Emanuel. El Dios con nosotros.
Los evangelistas
¿Qué tan ajustada a la verdad es la narración que nos hacen los evangelistas de la resurrección de Jesús?
Veamos la narración que nos hace Lucas:
“Las mujeres que habían acompañado a Jesús desde Galilea, fueron y vieron el sepulcro, y se fijaron en cómo habían puesto el cuerpo. Cuando volvieron a casa, prepararon perfumes y ungüentos. Las mujeres descansaron el sábado, conforme al mandamiento, pero el primer día de la semana regresaron al sepulcro muy temprano, llevando los perfumes que habían preparado. Al llegar, se encontraron con que la piedra que tapaba el sepulcro no estaba en su lugar; y entraron, pero no encontraron el cuerpo del Señor Jesús. No sabían que pensar de esto, cuando de pronto vieron a dos hombres de pie junto a ellas, vestidos con ropas brillantes. Llenas de miedo, se inclinaron hasta el suelo; pero aquellos hombres les dijeron:
— ¿Por qué buscan ustedes entre los muertos al que está vivo? No está aquí, sino que ha resucitado. Acuérdense de lo que les dijo cuando todavía estaba en Galilea: que el Hijo del hombre tenía que ser entregado en manos de pecadores, que lo crucificarían y que al tercer día resucitaría.
Entonces ellas se acordaron de las palabras de Jesús, y al regresar del sepulcro contaron todo esto a los once apóstoles y a todos los demás. Las que llevaron la noticia a los apóstoles fueron María Magdalena, Juana, María madre de Santiago, y las otras mujeres. Pero a los apóstoles les pareció una locura lo que ellas decían, y no querían creerles.
Sin embargo, Pedro se fue corriendo al sepulcro; y cuando miró dentro, no vio más que las sábanas. Entonces volvió a casa, admirado de lo que había sucedido.” 23:56 y 24:1-12
Pensemos por un momento que fuera cierto que Jesús no resucitó, que por razones de supervivencia del legado del Maestro se hacía necesario inventar la historia de su resurrección, y así dar cumplimiento a lo que se había profetizado cientos de años atrás.
De ser cierta esta posibilidad, yo podría decir que además de mentirosos los apóstoles fueron torpes; para poder justificar esta afirmación, explicaré el rol de la mujer en la sociedad judía de la época y algunos detalles relevantes de dos personajes que conocieron a Jesús: Nicodemo y José de Arimatea.
El rol de la mujer
La mujer judía en tiempos de Jesús era considerada inferior al hombre por tener menos ventajas que él. Existía en aquel entonces una expresión que se repetía frecuentemente, y que decía: “mujeres, esclavos y niños”.
Como el esclavo y el niño menor de 13 años, la mujer se debía por completo a su dueño y señor: al padre si era soltera; al marido si era casada; al cuñado si era viuda sin hijos (Deuteronomio 25:5-10).
La mujer no recibía instrucción religiosa porque se suponía que era incapaz de comprenderla; las escuelas eran solamente para varones.
Las mujeres no podían ser testigos en un tribunal dado que su testimonio carecía de valor por su inclinación a la mentira[1].
¿Por qué poner en boca de un grupo de mujeres, la primicia de un evento tan importante como la resurrección del Señor?
¿Cómo consignar en los evangelios el anuncio de la buena nueva por parte de quienes ofrecían la menor credibilidad posible?
¿Cómo incluir entre el grupo de estas mujeres a María Magdalena que gozaba de muy mala reputación por los “demonios” que poseía y que Jesús había expulsado (Lucas 8:2)?
Es claro que los evangelistas se ajustaron a la verdad de los hechos, les era más conveniente omitir a las mujeres de la historia que divulgarlo. La noticia en boca de ellas restaba credibilidad cómo lo expresaron los dos caminantes de Emaús, que tuvieron que verificarlo con sus propios ojos ya que a ellas no les creyeron:
“Aunque algunas de las mujeres que están con nosotros nos han asustado, pues fueron de madrugada al sepulcro, y como no encontraron el cuerpo, volvieron a casa. Y cuentan que unos ángeles se les han aparecido y les han dicho que Jesús vive. Algunos de nuestros compañeros fueron después al sepulcro y lo encontraron tal como las mujeres habían dicho, pero a Jesús no lo vieron.” Lucas 24:22-23.
Nicodemo y José Arimatea
Nicodemo fue un fariseo adinerado, miembro del sanedrín que a tan solo seis meses después de haberse iniciado el ministerio de Jesús, reconoce que es un “Maestro que ha venido de Dios”.
Impresionado por sus milagros, lo visita de noche y le confiesa que cree en Él.
Gobernante de los judíos y maestro de Israel, posee un gran conocimiento de las escrituras, también evidencia un gran discernimiento pues reconoce que Jesús es un maestro enviado por Dios.
Le interesan los asuntos espirituales y hace gala de una humildad poco común, pues no es fácil que un miembro del más alto tribunal judío admita que el hijo de un carpintero sea un hombre enviado por Dios.
El interés que manifiesta Nicodemo en Jesús no pasa con el tiempo, Dos años y medio después, durante la fiesta de Las Tiendas, asiste a una sesión del sanedrín pues en aquel entonces todavía es “uno de ellos”.
Los miembros de ese sanedrín despachan oficiales para detener a Jesús y regresan con el siguiente informe: “Jamás ha hablado otro hombre así”. Los fariseos comienzan a menospreciarlos: “— ¿Así que también ustedes se han dejado engañar? —Replicaron los fariseos—. ¿Acaso ha creído en él alguno de los gobernantes o de los fariseos? ¡No! Pero esta gente, que no sabe nada de la ley, está bajo maldición.”.
Nicodemo tomó la palabra y dijo: “Nuestra ley no juzga a un hombre a menos que primero haya oído de parte de él y llegado a saber lo que hace, ¿verdad?”.
Con esto se convierte en el centro de las críticas de los demás fariseos: “Tú no eres también de Galilea, ¿verdad? Escudriña, y ve que de Galilea no ha de ser levantado ningún profeta” (Juan 7:1, 10, 32, 45-52).
Seis meses más tarde en la Pascua de ese año, Nicodemo contempló cuando bajaron el cuerpo de Jesús de la cruz junto a José de Arimatea, otro miembro ilustre del sanedrín y discípulo oculto de Jesús (Juan 19:38).
José de Arimatea estuvo en desacuerdo con su ejecución (Lucas 23:50) y preparó el cuerpo para el entierro. Para tal fin lleva “un rollo de mirra y áloes” que pesa 100 libras romanas (33 kilogramos), lo que representaba un considerable desembolso de dinero. Hombre de valor ya que no teme que lo relacionen con “ese impostor”, como llamaban a Jesús los demás fariseos.
San Agustín nos revela que el cadáver de Nicodemo fue encontrado junto al del mártir San Esteban en el año 415 d.C., lo que hace suponer que fue venerado por las primeras comunidades cristianas.
Volviendo a la hipótesis que lo narrado por los evangelistas no hubiera sido cierto, preguntémonos: ¿No hubiera sido más contundente la noticia de la resurrección, si en vez de haberla puesto en boca de María Magdalena (Juan 20:11-18) lo hubieran puesto en boca de Nicodemo y/o de José de Arimatea? ¿Qué judío hubiera puesto en duda la palabra de alguno de estos importantes hombres?
Es claro que a pesar de su “inconveniencia” narraron la historia tal y como sucedió, no la modificaron. No la adaptaron según sus propios intereses.
Las resurrecciones en la Biblia
Otra razón para confirmar que los apóstoles transmitieron este magno acontecimiento exactamente como lo vivieron, es un hecho curioso que paso a explicar.
De acuerdo con las Escrituras, durante el apostolado de Jesús los apóstoles presenciaron tres episodios de resurrección de algún muerto: La hija de Jairo (Marcos 5:21-42), el hijo de la viuda de Naín (Lucas 7:11-17) y finalmente la de su amigo Lázaro de Betania (Juan 11:1-43).
En todos estos casos, los que están alrededor del recién resucitado lo reconocen inmediatamente. El hecho de haber muerto y vuelto a la vida no hace mella en su apariencia física, permanecen iguales. Lázaro que permaneció muerto por varios días, resucitó sin cambiar su apariencia, todos lo reconocieron, era el mismo Lázaro que ellos conocían.
Inclusive en las resurrecciones practicadas por Pedro (Hechos 9:36-42) y por Pablo (Hechos 20:7-12) ocurre lo mismo, la apariencia del resucitado no se altera.
Para los discípulos, la resurrección, además de ser un hecho apoteósico no tenía efecto alguno sobre la presencia física, al menos en lo que sus ojos podían ver, la persona resucitada volvía tal y como era antes de acaecerle la muerte.
Sin embargo cuando ellos narran la resurrección de Jesús, algo curioso ha pasado con Él, no lo reconocen a primera vista. Lo confunden con otra persona. Les pasó a los dos discípulos del camino a Emaús (Lucas 24:13-35), le pasó a María Magdalena (Juan 20:11-18), y les pasó a varios de sus discípulos en el lago de Tiberíades (Juan 21:1-14).
De haber inventado esta historia, los discípulos la hubieran inventado en los términos en que ellos la comprendían, seguros que no podía ser de otra manera. No habría habido necesidad de agregar la idea extraña de no poderlo reconocer, para ellos el resucitado simplemente volvía a la vida y todo seguía como estaba antes. Y así no lo hicieron, ellos la narraron tal y como la vivieron, así en su momento no la hubieran entendido a plenitud.
Mártires
Otro hecho contundente que nos ayuda a confirmar la resurrección de nuestro Señor Jesucristo, es que para los discípulos este hecho constituyó la base de su predicación (1 Corintios 15:14) y dieron su vida defendiendo esta verdad.
Aunque la Biblia solo nos narra la muerte de dos de los discípulos, la de Judas el traidor que se ahorcó (Mateo 27:5) y la de Santiago[2] que muere decapitado por orden del rey Herodes (Hechos 12:2), la tradición nos ha dejado saber que todos los demás pasaron por el martirio.
Juan sobrevivió a una olla con aceite hirviendo y murió pacíficamente en la isla de Éfeso.
El martirio del apóstol Pedro fue profetizado por el mismo Jesús y el evangelista Juan lo consigna con su estilo alegórico al decir: “… Jesús estaba dando a entender de qué manera Pedro iba a morir y a glorificar con su muerte a Dios…” Juan 21:18-19. Pedro muere en Roma crucificado en una cruz invertida por orden del prefecto Agripa, funcionario del emperador Nerón.
Andrés el hermano de Pedro fue crucificado en una cruz en forma de X por orden del gobernador Aegeas en Patrae de Acaya, Grecia.
Mateo el evangelista murió martirizado al finalizar su sermón en la ciudad de Nadaver, Etiopía, por orden del rey Hitarco en el año 60.
Santiago el Menor, hijo de Alfeo, muere apedreado en Jerusalén después de haber sido arrojado al suelo desde el pináculo del templo por orden del sumo sacerdote Ananías miembro del sanedrín en el año 62.
Simón el Cananeo y Judas Tadeo, fueron martirizados en la ciudad de Suamir, Persia. Simón fue aserrado por la mitad y a Judas le aplastaron la cabeza con una maza.
Felipe fue crucificado en Escytia, Grecia.
Bartolomé fue martirizado en la ciudad de Albana en Armenia. Fue primero crucificado y antes de morir, lo descolgaron de la cruz, lo desollaron vivo y finalmente lo decapitaron.
Resulta extremadamente difícil creer que todos y cada uno de ellos hubieran dado sus vidas por defender una mentira, de no haber sido porque ellos vieron a su maestro resucitado.
[1] Esta tesis nació cuando Sara, la esposa de Abraham, le mintió al mismo Dios. Ver Génesis 18:15.
[2] Conocido como el Mayor, hermano del Apóstol Juan, hijos de Zebedeo. Algunas Biblias lo traducen como Jacobo.