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¿Seré fanático por practicar lo que me pide mi religión?

Usain Bolt tenía quince años de edad cuando soñó por primera vez en participar en unos juegos olímpicos. Este hombre nacido en Jamaica en 1986, ostenta hoy el título de ser el hombre más veloz que haya existido sobre la tierra. Recorre cien metros en 9.58 segundos.

Medallas de oro por los 100m, 200m y 4x100m en los juegos olímpicos de Pekín 2008 y Londres 2012.

A pesar de poseer una taxonomía inferior a la de otros corredores de fondo, Bolt ha logrado establecer sus marcas mundiales gracias a su extenuante entrenamiento físico y mental, acompañado de un enorme deseo “…de no llegar en segundo lugar”. Al romper el record mundial en los juegos olímpicos de Pekín 2008 le dijo a la prensa: “Vine aquí a ganar […].Ahora me voy a concentrar en los 200 metros. Vine aquí con la preparación bien hecha y voy a hacerlo”.

Amante del baile y las fiestas, su deseo de mantenerse como el corredor más veloz del mundo, lo ha llevado a exigirse una vida de disciplina deportiva bastante excepcional.

Asiste seis días a la semana a sus rutinas de entrenamiento que comienzan con tres horas en el gimnasio para fortalecer sus músculos, seguido por varias horas en la pista donde ejecuta interminables sesiones de arranques y carreras de fondo.

Su dieta de más de cinco mil calorías diarias le provee la energía necesaria para poder cumplir cabalmente su rutina de preparación.

No creo que nadie se atrevería a catalogar como fanatismo la conducta de este corredor, ya que todos entienden que simplemente se trata de una persona con un deseo férreo de llegar en primer lugar en todas las carreras en las que participe.



San Pablo utiliza la figura de las carreras para ilustrarnos sobre la vida cristiana:

“Ustedes saben que en una carrera todos corren, pero solamente uno recibe el premio. Pues bien, corran ustedes de tal modo que reciban el premio. Los que se preparan para competir en un deporte, evitan todo lo que pueda hacerles daño. Y esto lo hacen por alcanzar como premio una corona que en seguida se marchita; en cambio, nosotros luchamos por recibir un premio que no se marchita.” 1 Corintios 9:24-25

“Por eso, nosotros, teniendo a nuestro alrededor tantas personas que han demostrado su fe, dejemos a un lado todo lo que nos estorba y el pecado que nos enreda, y corramos con fortaleza la carrera que tenemos por delante.” Hebreos 12:1

La palabra fanático según el diccionario de la Real Academia Española significa: “Que defiende con tenacidad desmedida y apasionamiento creencias u opiniones, sobre todo religiosas o políticas. Preocupado o entusiasmado ciegamente por una cosa

La forma de vivir una religiosidad está influenciada por varios factores: El lugar de nacimiento y de crianza, la familia, la cultura que nos rodea, la sociedad, etc. Esto hace que el concepto de fanatismo adquiera significados diferentes según sea la persona que lo está definiendo.

En nuestros entornos familiares y sociales existen dos conceptos bastante aceptados para catalogar a una persona como fanática. Uno más benigno que el otro.

Veamos cuales son:

Exageración

Para muchos ojos, fanático es aquella persona que está “exagerando” su devoción religiosa. Es decir que la persona que emite el juicio considera que la otra persona debería vivir su vida religiosa de una forma más moderada, más indisciplinada, más disimulada y con menor interés. Este juicio contiene un error, porque parte de la base que la vida religiosa y la vida diaria son dos actividades separadas, por lo tanto cabe razonar que las prioridades estarían mal repartidas.

Una persona que ejerce una religiosidad “informal”, al margen de las instituciones religiosas y de sus milenarias tradiciones, encuentra exagerado cualquier desviación de su propio sentido del deber religioso. De lo que para él es “normal”.

Resultaría interesante preguntarle a la persona que emite el juicio: ¿Cuáles son los parámetros, cual es la fórmula o que metodología se puede aplicar para determinar cuándo se trata de una exageración y cuándo, según su criterio, se trata de “normal”?

Uno de los versículos más cortos de toda la Biblia se encuentra en la primera carta de san Pablo a los Tesalonicenses, capítulo 5, versículo 17: “Oren permanentemente”. Otras traducciones dicen: “Oren en todo momento”.

¿Cómo puedo orar permanentemente? Haciendo que la vida misma sea una oración a Dios. No llevando una vida religiosa y una vida diaria separada, sino haciendo una sola vida en la que se busque hacer la voluntad de Dios las 24 horas del día los 365 días del año.

¿Qué fuerza puede existir en el hombre que lo mueva a realizar una misma actividad las 24 horas del día los 365 días al año sin descanso? : El amor.

Cuando se ama profundamente, uno no se quiere desprender ni un minuto de la persona amada. Se busca su compañía. Se crea una necesidad que solo la otra persona puede llenar. Hay alegría y fortaleza. No importan los obstáculos que haya que superar para pasar tiempo juntos. Queremos conocer más de la otra persona. Ambicionamos una vida unidos hasta el final de nuestros días.

Nuestro amor a Jesús nos motiva a llevar una vida que se deja abrazar por su palabra, y que aunque fallemos miles de veces y traicionemos ese amor, sabemos que Él siempre sale al encuentro de ése hijo pródigo que decidió regresar a la casa del Padre.

“Yo sé todo lo que haces. Sé que no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero como eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca.” Apocalipsis 3:15-16

¿Cómo definir esos estados de frío, caliente y tibio?

Haciendo la comparación con un examen académico, frío sería la persona que saca la peor nota porque no presentó el examen, ya sea porque no lo quiso presentar, o porque no quiso estudiar, o porque llegó tarde y no tuvo tiempo de presentarlo. Claramente la persona no entiende la importancia de presentar el examen.

El caliente sería la persona que saca una extraordinaria nota resultado del esfuerzo en la preparación del mismo. Posee un genuino deseo de aprender, de honrar el esfuerzo de sus padres en costearle los estudios, del tiempo que le ha dedicado a asistir a las clases.

El tibio sería la persona que apenas le dio una mirada al material de estudio, y piensa que con eso es suficiente para pasar con la mínima nota el examen, ya que lo que importa es pasar.

El caliente recibe las felicitaciones de Dios por su buena nota. De otra parte, tiene la esperanza de que el frío entienda su obligación de estudiar y presentar el examen.

Pero la actitud mediocre del tibio, le genera nauseas.

El cristiano caliente siente en su corazón el profundo deseo de sacar la mejor nota en su examen diario de convivencia con su prójimo y en esto no cabe la palabra “exageración”.

Intolerancia

Cuando en el ejercicio de la vida religiosa se llega a la intolerancia que no razona y que no produce diálogo, se cae en un fanatismo peligroso, en el que se pueden alcanzar extremos dañinos.

La historia nos ha mostrado que las palabras dirigidas por Jesús a sus discípulos en la última cena se han cumplido “Los expulsarán de las sinagogas, y aun llegará el momento en que cualquiera que los mate creerá que así presta un servicio a Dios” Juan 16:2.

Ciertamente existe una línea delgada que separa el genuino deseo de amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente; y el deseo de vivir la experiencia religiosa de manera destructiva honrando la visión personal que se tiene de ese dios que se defiende.

Esa línea es el fanatismo.

Cuando se cruza esa línea, sea una persona o un grupo, se producen una serie de trastornos psicológicos y sociológicos cubiertos por un tinte religioso, que desvirtúa por completo el verdadero mensaje cristiano de “…Que se amen los unos a los otros. Así como yo los amo a ustedes, así deben amarse ustedes los unos a los otros” (Juan 13:34).

El fanatismo se manifiesta como una entrega apasionada y desmedida a unas convicciones consideradas como absolutas y que, por lo mismo, hay que imponerlas a los demás de cualquier forma. El fanático es terco, intolerante y agresivo, inflexible e incapaz de dialogar, con una visión deformada de la realidad y una radicalización ideológica muy intensa.

El hombre auténticamente religioso no tiene una certeza total y absoluta de conocer la voluntad de Dios. El Misterio Divino nunca es totalmente comprensible o abarcable por el entendimiento y la voluntad humana, tan limitada e imperfecta.

La actitud fanática en cambio, intenta superar su creencia rechazando la fe y la confianza, renunciando a una entrega absoluta a Dios. El hombre se encarga de todo. El fanatismo anula la fe y maneja la incomprensión de la voluntad de Dios con una actitud de dominio y control, apropiándose de una verdad que le corresponde solo a Dios conocer.

Todo es relativo

Esta posición filosófica en la que todos los puntos de vista son igualmente válidos, ha penetrado nuestra sociedad de manera casi que contagiosa.

Con el avance de la ciencia y los medios de comunicación, las sociedades se han vuelto cada vez más pluralistas y han tomado distancia de la idea de que realmente existe el bien y el mal.

Existen varias clases de relativismo, pero los podríamos clasificar en tres categorías:

  • El relativismo cognitivo: Afirma que toda verdad es relativa.
  • El relativismo moral o ético: Afirma que toda moral es relativa al grupo social que la ejerce.
  • El relativismo situacional: Afirma que la ética es dependiente de la situación en la que se aplica.

Quienes afirman que “no existen verdades absolutas” se contradicen a sí mismos, ya que si no existieran verdades absolutas, entonces esta frase tampoco podría ser tomada como verdadera. Es decir que sí existen verdades absolutas.

Los medios masivos de comunicación se han encargado de redefinir permanentemente el concepto de moralidad y decencia. La educación se ha tornado más liberal en su enseñanza, las leyes se están reescribiendo para legalizar lo que una vez fue inmoral, la política busca cada vez más hacer pactos con todas las ideas y costumbres con tal de ganar votos.

El relativismo ha penetrado tan profundo en nuestra sociedad, que si usted levanta su voz contra ese “todo se vale”, será señalado como un fanático intolerante.

En ese amplio marco relativista en el que se desenvuelve el hombre moderno, se ha generalizado la práctica selectiva de la tolerancia respecto a ciertas cosas, pero no a otras. Los que podríamos llamar pecados “progresistas” son más tolerados que cualquier otro: La promiscuidad sexual, el aborto, la mentira “justificada”, etc. Esto hace que la vida cristiana se vea más como fanatismo que como el estándar de vida que propuso Jesús.

El mal uso y entendimiento de la tolerancia, fortalece la posición relativista ya que quien la ejerce, se siente con el derecho de llevarla a los límites que más le convenga, rotulando como fanatismo cualquier idea que se le oponga.

“Si el mundo los odia a ustedes, sepan que a mí me odió primero. Si ustedes fueran del mundo, la gente del mundo los amaría, como ama a los suyos. Pero yo los escogí a ustedes entre los que son del mundo, y por eso el mundo los odia, porque ya no son del mundo. Acuérdense de esto que les dije: “Ningún servidor es más que su señor.” Si a mí me han perseguido, también a ustedes los perseguirán; y si han hecho caso de mi palabra, también harán caso de la de ustedes. Todo esto van a hacerles por mi causa, porque no conocen al que me envió.” Juan 15:18-21

El 16 de enero de 1982, el entonces papa Juan Pablo II se dirigió a los participantes en el congreso nacional del Movimiento Eclesial de Compromiso Cultural celebrado en el Vaticano, con estas palabras: “Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida”.

 

El cristiano ha de trabajar para contribuir a generar una cultura cristiana de amor, donde se reconcilian las enseñanzas del Maestro con la vida del tiempo presente, donde ese llamado a “…no ser del mundo…” sino a ser extraterrestres entre los terrestres, sea la meta a conquistar.

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