¡Qué tontos son aquellos que no toman en cuenta a Dios! Son tan tontos que no ven todo lo que Dios ha hecho, ni lo reconocen como el Dios creador. En cambio, reconocieron como dioses al fuego, al viento y a la suave brisa; a los mares, a los ríos y a las estrellas del cielo. Tan bellas les parecieron esas cosas que las consideraron dioses. Debieron haber sabido que más bello y hermoso es nuestro Dios, quien hizo todo lo que ellos adoran. ¡Dios es el creador de todo lo que es bello y hermoso! Si la energía y el poder de todo eso les causó tanta admiración, debieron darse cuenta que mucho más poderoso es el Dios de Israel quien los creó. Cuando vemos la grandeza y la belleza de todo lo creado, tenemos que reconocer el poder de nuestro Creador.
Sabiduría 13,1-5
Durante siglos, la humanidad dio por cierto que el mundo era plano, a pesar de la enorme evidencia que mostraba lo contrario. Aristóteles (siglo iv a.C.) fue una de las primeras personas en hablar de la Tierra como una esfera y se atrevió incluso a calcular su circunferencia. Un par de siglos más tarde, el matemático griego Eratóstenes ofreció un mejor cálculo y habló por primera vez de la inclinación del planeta. Para el siglo xiii, el libro de astronomía más influyente, De sphaera mundi, del irlandés Johannes de Sacrobosco, libro de lectura obligada para los estudiantes de todas las universidades occidentales de la época, describía al mundo como una esfera. Sin embargo, no faltaron los «ateos» de la redondez de la Tierra que se negaban a aceptar todas las evidencias que la astronomía, la matemática y la geografía aportaban. Sus ojos veían un planeta plano y les parecía absurda cualquier sugerencia diferente.
La prueba reina de la redondez del planeta no llegaría sino hasta el siglo xx cuando, el 24 de octubre de 1946, un misil intercontinental alemán tomó la primera fotografía de la Tierra desde el espacio, comprobando sin lugar a duda lo que por tantos siglos la ciencia había demostrado: que efectivamente es redonda.
A pesar de toda esta evidencia, puede parecer sorprendente que en el presente existan personas que siguen negando la redondez de nuestro planeta. Samuel Shenton es una de ellas. Oriundo del Reino Unido y miembro de la Real Sociedad Astronómica[1] y de la Real Sociedad Geográfica[2], Shenton fundó en 1956 la Flat Earth Society[3] y fue su presidente y principal orador hasta su fallecimiento en 1971. Hizo cientos de apariciones en televisión, universidades y diferentes congresos científicos defendiendo su teoría y tratando de rebatir todas las pruebas contrarias —incluyendo las fotográficas, que explicaba como simples aberraciones ópticas producto de la curvatura de las lentes, en el mejor de los casos, o como manipulaciones, en el peor de ellos—. La Sociedad cuenta en la actualidad con miles de afiliados, incluyendo profesores universitarios y académicos de diversas áreas[4].
Así como hay personas que se niegan a reconocer la redondez de la Tierra a pesar de la evidencia existente, hay otras que niegan la existencia de Dios o de un creador, a pesar de la evidencia que disponemos. Gracias al enorme desarrollo científico de los últimos años, es más incuestionable que el mundo es la obra del Creador. La famosa frase de Albert Einstein, «el hombre encuentra a Dios detrás de cada puerta que la ciencia logra abrir», así lo afirma. A pesar de que Einstein no era creyente, sí quiso referirse a un «creador» como el artífice de todo. Esta idea contradice la afirmación de los ateos de que la simple fuerza de la aleatoriedad de la naturaleza es la causa de todo lo que existe.
Quiero hacer una aclaración con respecto a los ateos. Al igual que hay jugadores profesionales de fútbol que dedican toda su vida a ese deporte y buscan vivir de él, existen también los que una que otra tarde juega un rato en el jardín de sus casas con sus hijos y por eso se creen expertos del balón. Del mismo modo, hay ateos de muchas clases. Los hay intelectuales, que escudriñan información que pueda «demostrar» su creencia y gustan del debate y la argumentación. Los hay activistas, que buscan convencer a la mayor cantidad de personas posibles para que piensen como ellos. Los hay antiteístas, que, aunque creen que «algo» y no «alguien» creó las cosas de nuestro universo, ven la religión como sinónimo de ignorancia y consideran a cualquier persona o institución asociada a aquella como retrógrada y hasta perjudicial para la sociedad. Finalmente, están los no teístas, quienes simplemente no tienen ningún interés en aprender sobre estos temas, más por apatía y por sentimientos antirreligiosos que por convicción; no saben y no les interesa saber. A lo largo del libro, cuando me refiera a los ateos, me estaré refiriendo a todo este grupo de personas. El factor común entre ellas es la creencia en que no hay demostración de la existencia de Dios.
El común de los ateos, que es el que seguramente usted conoce, le va a decir «demuéstreme que Dios existe» o, mejor aún, «demuéstreme científicamente que Dios existe», ya que el calificativo «científicamente» garantiza cualquier demostración como verdadera. Aunque usted también le podría decir «demuéstreme que Dios no existe», estarían jugando el juego de los tontos que se creen astutos, pero ambos seguirían en la ignorancia. ¿Qué respuesta espera una persona que pregunta por la demostración científica de la existencia de Dios? Antes de contestar, permítame extenderme un poco en aquello de la «demostración científica».
Creo que el común de las personas no tiene problema alguno en aceptar la afirmación de que está probado científicamente que la aspirina es una medicina para aliviar el dolor de cabeza. ¿Cómo se llegó a esta afirmación? Básicamente, a través de ejercicios estadísticos. Se hace una serie de pruebas relacionadas con lo que se quiere demostrar y se observan los resultados. Estos resultados se tabulan para sacar conclusiones. En el caso de la aspirina, se selecciona una cantidad significativa de personas con diferentes características (de diferentes edades, sexos, razas, etc.). Cuando manifiestan tener dolor de cabeza, se les suministra la medicina —y en algunos casos un placebo[5]—, y se anota en un cuadro el número de personas que sintió mejoría, el número de las que no y el número de las que sintió que el dolor empeoraba. Imaginemos que el 70 % de las personas que tomó el medicamento mejoró, el 20 % no sintió ningún alivio y el 10 % restante empeoró; y de los que tomaron el placebo solo el 15 % mejoró mientras que el 65 % no sintió mejoría y el resto desmejoró. ¿Qué conclusión podemos sacar? ¿Sirvió la medicina? De este tipo de investigaciones viene la creencia popular de que está probado científicamente que la aspirina alivia el dolor de cabeza. Aunque, en el sentido estricto de la palabra, lo que podemos afirmar partiendo de la investigación es que existe una alta probabilidad de que la aspirina alivie el dolor. No puedo negar que el calificativo «científicamente» le da mayor estatus a la frase. Cuando usted escuche que está demostrado científicamente que el cigarrillo produce cáncer, ya sabe que lo que hay detrás de esta aseveración es un estudio estadístico y probabilístico (científico), en el que toda la evidencia recopilada así lo sugiere.
Volviendo al tema que nos ocupa, cuando una persona pregunta por la demostración de la existencia de un ser que no podemos ver, como Cleopatra o Dios, está preguntando por evidencia que sugiera que el ser existe o existió. Eso es precisamente lo que voy a aportar en este capítulo: evidencia científica de la existencia de Dios. Recurriré para ello a la astronomía, la física y la microbiología. He pedido mucho al Espíritu Santo que me dé el discernimiento de escoger la forma más sencilla de explicar los argumentos que trato en el desarrollo de esta pregunta. Aun así, es posible que usted se sienta perdido en algunos de ellos y se vea tentado a abandonar el libro, pero lo exhorto a que no lo haga. Continúe pacientemente la lectura, porque, aunque es probable que no haya entendido claramente los detalles de algunos temas, estoy seguro que va a captar la idea general y le producirá una enorme alegría saber que hay forma de demostrar aquello que siempre ha intuido como cierto: que Dios existe por lo menos en su rol de Creador. Si aun después de continuar con la lectura siente que no está entendiendo nada, pase a la siguiente evidencia, hasta que llegue a la conclusión de la pregunta.
En el resto del libro dejo a un lado la ciencia y acudo a la Biblia, aunque desde un punto de vista un poco diferente al que usted puede estar acostumbrado. Por esta razón, se sentirá mucho más cómodo continuando con la lectura, si los temas científicos no son de su pleno interés.
Argumento: No existe diseño sin diseñador
Si vamos caminando por la playa de una isla desierta y de pronto encontramos una especie de recipiente transparente, aparentemente de vidrio, de forma cilíndrica, con cuello alargado y estrecho, lo identificamos como una botella creada por el hombre, y no como un producto de la acción del mar sobre una pieza de silicio. ¿Por qué pensamos que es una creación humana y no el resultado de la acción del mar? Porque nuestra experiencia nos indica que solo el hombre, y no el ir y venir de las olas, tiene la capacidad de producir ese objeto claramente diseñado para un propósito. La intervención de una inteligencia es evidente, a pesar de tratarse de un objeto tan simple y sencillo.
Transportémonos un par de siglos al futuro. Alguien se encuentra caminando por un espeso bosque de lo que en la actualidad es el pueblo de Keystone, condado de Pennington, en el estado norteamericano de Dakota del Sur; más exactamente, se encuentra caminando en lo que hoy conocemos como el monumento nacional Monte Rushmore. De repente, nuestro caminante se encuentra ante la montaña de granito que tiene esculpidos los rostros perfectamente identificables de cuatro personas y los asocia inmediatamente con expresidentes de los Estados Unidos. Él no va a pensar que esas formas aparecieron ahí a causa de la erosión. ¿Por qué? Porque este caminante sabe por su experiencia que la erosión, si bien es cierto que tiene la capacidad de cambiar notablemente la geografía, no podría haber esculpido esos rostros con la perfección que sus ojos están viendo. Sabe que solamente las manos de un escultor que diseñó su obra son capaces de lograr dicha perfección. ¿Cuál sería la probabilidad de que la erosión, al cabo de millones de años, lograra esas formas? ¿Sería matemáticamente cero? Ciertamente que no. Podría ser una probabilidad de uno entre millones de millones de millones de millones de millones de millones de millones, pero ciertamente no sería cero. Aun así, ¿el hecho de que exista una ínfima probabilidad, que no es cero, es suficiente para quitarle a usted la plena seguridad de que esos rostros son producto de una inteligencia y no del fortuito azar del clima y del tiempo actuando sobre esa montaña? Estoy seguro que no, porque la evidencia de un diseño es tan obvia, tan inconfundible, tan clara que no nos permite aceptar ninguna otra explicación.
Cuando los pilotos peruanos avistaron por primera vez las famosas líneas de Nazca[6] a mediados del siglo xx, inmediatamente pensaron que una antigua civilización las había realizado. ¿Cómo? ¿Quién? ¿Cuándo? No tenían esas respuestas, pero jamás pensaron que hubiera sido producto de la fuerza de la naturaleza actuando sobre la tierra. ¿Por qué pensaron que la autora de dicha obra tuvo que haber sido una antigua civilización? Porque su experiencia les indicaba que la única fuerza capaz de realizarla era la del hombre, con su inteligencia y creatividad. Nadie estaría dispuesto a pensar en que el tiempo y el clima fueran los responsables de esas figuras, así como nuestro caminante no pensaría eso del Monte Rushmore. Nuevamente, el diseño de estas líneas es tan obvio, indiscutible e inconfundible que la única explicación que usted consideraría posible es que fueran el producto de una inteligencia.
William Paley[7] es el autor de Teología Natural, obra publicada en 1802; allí expone la famosa «analogía del relojero». Dice Paley en su obra que, si encontramos un reloj abandonado, la compleja configuración de sus partes nos llevaría a concluir que todas las piezas han sido diseñadas para un mismo propósito y dispuestas para un uso concreto. El diseñador en este caso habría sido un relojero. Análogamente, para Paley, la complejidad de un órgano como el ojo humano se equipara con la del reloj, lo cual evidencia un diseño y, por lo tanto, un diseñador. Los conocimientos en las áreas de la astronomía y la biología disponibles cuando Paley escribió su libro son insignificantes si los comparamos con los actuales —muy seguramente, un alumno de primaria posee ahora más conocimientos sobre estos temas que los grandes genios de esa época—. Aun así, en su momento fueron muy concluyentes como para ofrecer una argumentación científica, alejada de la fe, sobre la existencia de Dios y autor de toda la creación, a pesar de que el «como» y el «cuándo» hubieran seguido siendo un completo misterio.
Si existe un reloj, ha de existir un relojero. Si existe un edificio, ha de existir un arquitecto. Si existe una escultura, ha de existir un escultor. Si existe un diseño, ha de existir un diseñador.
La naturaleza —que incluye la vida, el universo, la materia, etc.— obedece a un diseño; por lo tanto, ha de existir un diseñador. En mi caso, ese diseñador se llama Dios. Usted le puede dar otro nombre por ahora, si tiene problemas asociando a este Dios con el cristianismo o con cualquier religión establecida. Lo importante es reconocer una «inteligencia» superior que ha diseñado las leyes de la naturaleza y las ha dotado de la «información» necesaria para dar vida y forma a todo lo que conocemos; y reconocer que dicha creación, que nos incluye a usted y a mí, tiene un propósito, como todo lo que ha sido diseñado. |