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DECIMOTERCERA TESIS: MÁRTIRES

Al principio del siglo XX, después que fuera derrocado el Zar de Rusia, se dio comienzo a una prohibición escalonada de la práctica de cualquier rito religioso. Sin embargo, algunas costumbres de esta índole se continuaron practicando de forma muy clandestina. Una de éstas era la de hornear el pan para la Pascua de Resurrección, el Kulich, que era considerada la fiesta de todas las fiestas. Todos los fieles horneaban el pan en una gran variedad de formas y estilos; y lo compartían con sus familiares y amigos en celebraciones caseras. En la medida que el comunismo fue madurando e imponiéndose en todos los rincones del país, las autoridades empezaron a reprimir más y más todas las expresiones religiosas, llegando incluso en algunas regiones a impedir la preparación del Kulich. Una de las afectadas con dicha prohibición fue un pequeño pueblo en las cercanías de Kiev. A comienzos de 1930 las autoridades locales, ordenaron la confiscación de toda la harina y que se apagaran los hornos. Pero antes que comenzara la incautación, algunos habitantes del pueblo lograron esconder suficiente harina y otros materiales necesarios para hornear el pan de la Pascua que se avecinaba. Uno de los hombres más poderosos del mundo fue Nikolai Ivanovich Bukharin , un líder comunista ruso, que participó en la Revolución Bolchevique. El día de pascua de 1930, se dirigió a una asamblea masiva de trabajadores, en el vecino pueblo de Kiev, para instruirlos en el ateísmo. Apuntó, en un largo discurso de casi dos horas, la artillería pesada de sus argumentos al cristianismo lanzando insultos y supuestas pruebas en contra de la existencia de Jesús y de la veracidad de su legado. Cuando terminó, miró a la multitud con aire de suficiencia a lo que creía que era el montón de cenizas humeantes de la fe de toda esa gente y preguntó si alguien tenía algo que decir. El sacerdote del pueblo, que quería contarle a la comunidad que a pesar de la prohibición y de toda la propaganda ateísta, ya se había horneado el Kulich de la gran celebración, pidió la palabra. Le concedieron tres minutos, a lo que él replicó que para lo que quería decir no necesitaba tanto tiempo y mirando a toda la multitud gritó el reconocido saludo de la Iglesia Ortodoxa: «¡JESUCRISTO HA RESUCITADO!». En masa, la multitud se puso de pie y la respuesta llegó como un trueno: «EN VERDAD, HA RESUCITADO». Toda la evidencia que encontramos en el Nuevo Testamento y en la literatura de la iglesia primitiva muestra que la prédica de la buena noticia del evangelio no era «Siga las enseñanzas del Maestro y pórtese bien» sino «Jesucristo resucitó de entre los muertos». Eso fue lo que los apóstoles salieron a contar y les costó la vida hacerlo. Finalmente, ¿qué mayor prueba que ese humilde carpintero de Nazareth no estaba loco ni mentía cuando decía que Él y Dios eran uno (Juan 10,30), que haberse levantado de la tumba? Aunque la Biblia solo nos narra la muerte de dos de los discípulos, la de Judas el traidor que se ahorcó (Mateo 27:5) y la de Santiago el Mayor que murió decapitado por orden del rey Herodes (Hechos 12:2), la tradición nos ha dejado saber que todos los demás pasaron por el martirio. En algunos casos los lugares y las formas en que sufrieron la muerte los apóstoles difieren según la fuente que se consulte, pero todas coinciden en que murieron como mártires. Acá están las historias de sus muertes según la mayoría de las fuentes. Juan (el discípulo amado del Señor), hermano de Santiago el Mayor e hijo de Zebedeo y Salomé, es el autor del evangelio que lleva su nombre, del Apocalipsis y dos epístolas. Sobrevivió a una olla con aceite hirviendo que el emperador Domiciano ordenó como castigo por su predicación. Al no conseguir matarlo, el soberano lo sentenció a trabajos forzados en las minas de la isla de Patmos. Después fue liberado y murió pacíficamente en la isla de Éfeso. El martirio de Pedro fue profetizado por el mismo Jesús y el evangelista Juan lo escribió con su estilo alegórico diciendo: «[…] Jesús estaba dando a entender de qué manera Pedro iba a morir y a glorificar con su muerte a Dios» (Juan 21,18-19). El apóstol murió en Roma crucificado en una cruz invertida por orden del prefecto Agripa, funcionario del emperador Nerón. Andrés el hermano de Pedro, e hijo de Jonás, murió en Acaya, Grecia, en el pueblo de Patra. Cuando el hermano y la esposa del Gobernador Aepeas se convirtieron a la fe cristiana, este se enojó mucho por dichas conversiones. Él arrestó al apóstol y lo condenó a morir en la cruz. Andrés, sintiéndose indigno de ser crucificado en una cruz en la misma forma que su Maestro, suplicó que la suya fuera diferente. Así que lo crucificaron en una con figura de X, la cual hasta el día de hoy es llamada la cruz de San Andrés y es uno de sus símbolos apostólicos. La tradición ubica su martirio el 30 de noviembre del año 63, bajo el imperio de Nerón. Santiago el Menor o Jacobo, medio hermano de Judas Tadeo e hijo de Alfeo y María, murió en el año 62 cuando el sumo sacerdote Anás II le ordenó renegar de Jesús, pero él no solo no lo hizo, sino que aprovechando que estaba en lo alto del templo, se puso a predicar el evangelio a la multitud que se encontraba ahí. Al escuchar esto los fariseos y escribas se llenaron de furia y uno de ellos lo empujó desde lo alto. Como el apóstol no murió en la caída, lo apedrearon mientras rogaba a Dios de rodillas por sus asesinos. Finalmente falleció de un golpe en la cabeza con una maza. Judas Tadeo, o Leveo, hijo de Cleofás y María. Lo decapitaron con un hacha en la ciudad de Suamir, Persia. Mateo o Leví, hijo de Alfeo, autor de uno de los cuatro evangelios. Fue martirizado en Nadaba, Etiopía por oponerse al matrimonio del rey Hirciaco con su sobrina Ifigenia, la cual se había convertido al cristianismo por la predicación del apóstol. Murió en el año 60, decapitado al finalizar su sermón. Simón el Cananeo o el Zelote, fue martirizado en la ciudad de Suamir, Persia, aserrado por la mitad. Felipe, originario de Betsadia. Su ministerio lo llevó a diferentes partes, y predicó en Asia, y en Heliópolis, Frigia (antiguamente era territorio griego y actualmente es turco), en donde lo echaron en la prisión, y después fue crucificado en el año 54. Bartolomé, conocido también como Natanael, hijo de Talmai, fue martirizado en la ciudad de Albana en Armenia. Primero lo crucificaron y antes de morir, lo descolgaron de la cruz, lo desollaron vivo y finalmente lo decapitaron. Por esta razón los antiguos artistas lo pintaban con la piel en sus brazos, como quien carga un abrigo. Tomás Dídimos, el incrédulo, sufrió el martirio en la costa de Coromandel, India, donde su cuerpo fue descubierto con marcas de haber sido atravesado con lanzas. El término kamikaze de origen japonés, fue utilizado originalmente por los traductores estadounidenses para referirse a los ataques suicidas efectuados por pilotos de la Armada Imperial Japonesa, contra embarcaciones enemigas a finales de la Segunda Guerra Mundial. Estos ataques pretendían detener el avance de los aliados en el océano Pacífico y evitar que llegasen a las costas japonesas. Con esta finalidad, aviones cargados con bombas de doscientos cincuenta kilos impactaban deliberadamente contra sus objetivos con el afán de hundirlos o averiarlos tan gravemente que no pudieran regresar a la batalla. Este término también lo han empleado algunos periodistas para referirse a ciertos terroristas yihadistas que salen a matar al máximo número de «infieles» posibles, con la certeza que morirán en el cumplimiento de la misión. Hacen esto porque han sido instruidos que Alá los recompensará en el cielo con una gran cantidad de «premios» tales como un ramillete de setenta y dos vírgenes sumisas (huríes); ríos de vino, miel y leche, caballos alados de oro y rubíes, y otros regalos más para su deleite sin fin. A partir del 2009 más de veinte monjes tibetanos han tomado el camino de la autoinmolación como forma de protestar por la prohibición del gobierno de la China al regreso del Dalai Lama desde el exilio, a su natal Tíbet. Al parecer estos monjes no han encontrado otra forma de lograr la atención mundial para presionar a los invasores a que abandonen su país. Tanto estos monjes, como los yihadistas, como los pilotos japoneses están cometiendo suicidio, que está condenado en sus respectivas religiones. Pero cuando la acción no es por una cuestión personal, sino para un supuesto bien colectivo en defensa de sus creencias, la cosa cambia. Ahí ya no aplican las mismas reglas, y por eso los tibetanos, japoneses y los musulmanes extremistas no catalogan estos actos como suicidios. Cuando el terrorista yihadista sale con un chaleco bomba de su casa para explotarse en el lugar donde más destrucción pueda causar, o cuando el piloto japones estrella a propósito su nave contra un barco enemigo, o cuando el monje tibetano se enrolla en alambres de púas para que nadie intente salvarlo de su autoinmolación, tienen la plena certeza de que van a morir en el acto. Técnicamente se trata de suicidio. Este no es el caso de los apóstoles. Ellos no buscaban su propia muerte cuando anunciaban la resurrección del Señor, sabían que les traería problemas y que podría costarles la vida, como efectivamente ocurrió, pero no buscaban ni mucho menos deseaban su muerte. Ellos simplemente no negaron lo que les resultaba absolutamente imposible negar: que vieron con sus propios ojos al Maestro después de haberlo sepultado en aquella tumba que tan gentilmente José de Arimatea había facilitado. Ellos no dieron sus vidas por defender una doctrina, ni por proteger las enseñanzas de Jesús, ni por preservar una naciente iglesia, ni mucho menos por salvaguardar una religión. Ellos salieron a contar, motivados por la resurrección del Señor, de todo lo que habían sido testigos desde que Jesús de Nazareth apareció en sus vidas y los llamó para que lo acompañaran en la más emocionante de todas las experiencias. Dieron su testimonio, contaron lo que habían vivido y por ello fueron martirizados.

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