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SEXTA TESIS: EL PROFETA DANIEL

El Antiguo Testamento está dividid0 en Pentateuco, libros sapienciales, libros históricos y libros proféticos —este último incluye a profetas mayores y menores—. Los términos mayores y menores no denotan la importancia de los profetas, sino la extensión de sus escritos. Entre el grupo de libros de profetas mayores se encuentra el Libro del profeta Daniel. Después que Nabucodonosor II, rey de Babilonia, invadió Jerusalén, en el 587 a. C., y tomó cautiva a toda la nobleza, ordenó a Aspenaz, jefe de los eunucos, que escogiera algunos jóvenes israelitas sin defectos físicos, bien parecidos, expertos en sabiduría, cultos e inteligentes para que le sirvieran en la Corte. Los escogidos serían alimentados con la comida de la mesa del rey, y educados en literatura y el idioma de los caldeos durante tres años. Luego de ese tiempo, entrarían a formar parte de la corte real. Uno de los seleccionados fue Daniel, quien por fidelidad a sus creencias y costumbres no podía comer lo que Aspenaz le ofrecía. Daniel pidió que le dejara alimentarse solo con legumbres y agua por diez días. Una vez finalizado este tiempo, Aspenaz podría juzgar si su estado físico se había desmejorado o si, por el contrario, era mejor que el del resto de los jóvenes alimentados con la comida real. Cuando terminó la prueba de los diez días, su estado físico era superior al del resto de los israelitas cautivos. Esto le otorgó al joven Daniel el respeto y la admiración de sus tutores, quienes se dedicaron de manera especial a educarlo. Dicen las Escrituras que el rey vio en él diez veces más sabiduría e inteligencia que en todos los magos y adivinos de su reino. Dentro de las muchas virtudes de este joven profeta, la de la interpretación de visiones y sueños le aseguró un lugar muy importante en la historia; no solamente en la historia bíblica, sino también en la de su pueblo y en la de los caldeos. En los capítulos 10 y 11, Daniel tiene una visión en la que un ángel le revela lo que sucederá desde el reinado de Ciro II el Grande (559 al 530 a. C.) hasta Antíoco IV Epífanes (175 al 163 a. C.), reyes de Persia y Siria, respectivamente. La revelación tiene lugar «durante el tercer año del reinado de Ciro de Persia» (Daniel 10,1), es decir, en el año 536 a. C. El ángel le dice: Y ahora te voy a dar a conocer la verdad: «Todavía gobernarán en Persia tres reyes, después de los cuales ocupará el poder un cuarto rey que será más rico que los otros tres. Y cuando por medio de sus riquezas haya alcanzado gran poder, pondrá todo en movimiento contra el reino de Grecia» (Daniel 11,2) Cuando la profecía le fue comunicada, Ciro II era el rey del imperio persa, mientras que Darío el Medo (Gubaru) reinaba en Babilonia bajo la autoridad del primero. Los tres reyes a los que hacía referencia el ángel eran Cambises II (530 al 522 a. C.), hijo de Ciro II; Gautama o Seudo-Esmerdis (522 a. C.), hermano de su predecesor, y Darío I el Grande (522 al 486 a. C.), quien tomó el poder tras asesinar al anterior. Estos tres monarcas gobernaron sucesivamente después de la muerte de Ciro II el Grande. Darío I el Grande falleció en el año 486 a. C., a los 63 años, y fue sucedido por su hijo Jerjes I o el Grande (en la Biblia se le conoce como Asuero, uno de los personajes centrales del libro de Ester) que corresponde al cuarto rey que profetizó el ángel. En la primavera del año 480 a. C., Jerjes desencadenó la Segunda Guerra Médica contra la alianza griega entre Atenas y Esparta. Aunque al comienzo parecía que se trataba de una guerra rápida que se definiría a su favor, el ejército de Jerjes terminó replegado y buscó refugio en Asia. Según el historiador Heródoto , en su libro Historia , el ejército persa tenía más de un millón setecientos mil hombres. La cifra es bastante exagerada, pero nos habla de una tropa considerablemente numerosa, lo que explicaría la última frase del versículo 2: «pondrá todo en movimiento contra el reino de Grecia». Continúa el ángel: «Pero después gobernará un rey muy guerrero, que extenderá su dominio sobre un gran imperio y hará lo que se le antoje» (Daniel 11,3). Claramente, se está haciendo referencia a Alejandro III de Macedonia, más conocido como Alejandro Magno, uno de los mayores conquistadores de la Historia. Fue rey de Macedonia desde el 336 a. C., cuando tenía apenas 20 años. Cuando era joven, Alejandro estudió las lecciones militares que su padre, Filipo II, le enseñó. Pero también se cultivó en otros campos intelectuales de la mano de Aristóteles . En el año 334 a. C., comenzó una campaña militar que duró poco más de diez años y lo convirtió en el gobernante de uno de los imperios más grandes del mundo antiguo. Su imperio abarcó, entre otros, los actuales países de Egipto, Israel, Líbano, Jordania, Siria, Iraq, Irán, Afganistán, Pakistán, Tayikistán, Turquía, Bulgaria, Grecia, Serbia y Croacia. Su conquista, además de militar, fue cultural. Cada vez que él finalizaba la ocupación y dominio de un nuevo territorio, su antiguo maestro, Aristóteles, se encargaba de imponer la cultura griega. A esto se le conoce como el movimiento de «helenización». Prosigue el ángel: Sin embargo, una vez establecido, su imperio será deshecho y repartido en cuatro partes. El poder de este rey no pasará a sus descendientes, ni tampoco el imperio será tan poderoso como antes lo fue, ya que quedará dividido y otros gobernarán en su lugar (Daniel 11,4) Las circunstancias de la muerte de Alejandro Magno, ocurrida en la ciudad de Babilonia, siguen siendo un misterio. Tenía 33 años cuando aconteció. Ya que no tenía un heredero, su recién conformado imperio fue repartido entre sus cuatro generales: Antígono I Monóftalmos se quedó con Siria; Lisímaco de Tracia, con los Balcanes; Ptolomeo I Sóter, con Egipto, y Seleuco I Nicátor, con Babilonia. De ellos cuatro, los dos últimos desempeñaron un rol importante en la historia del pueblo de Israel, pues durante cientos de años sus reinos mantuvieron innumerables guerras por el control total de la región. Los libros bíblicos de los Macabeos narran la vida de los judíos durante esas interminables guerras y su resistencia a la helenización. Continúa el ángel: El rey del sur será muy poderoso, pero uno de sus generales llegará a ser más fuerte que él y extenderá su dominio sobre un gran imperio (Daniel 11,5) El rey al que hace referencia es Ptolomeo I Sóter, que gobernó Egipto hasta su muerte, en el año 285 a. C. El general mencionado es Seleuco I Nicátor, quien, después de largas batallas con sus antiguos compañeros de guerra, terminó anexando los territorios de Media y Siria a Babilonia, tal y como había sido profetizado. Prosigue el ángel: Al cabo de algunos años, los dos harán una alianza: el rey del sur dará a su hija en matrimonio al rey del norte, con el fin de asegurar la paz entre las dos naciones. Pero el plan fracasará, pues tanto ella como su hijo, su marido y sus criados, serán asesinados (Daniel 11,6) Tras su muerte, Ptolomeo I Sóter fue sucedido por su hijo Ptolomeo II Filadelfo. Este último gobernó hasta su muerte, en el 246 a. C. Bajo su mandato se ordenó la traducción de las Sagradas Escrituras al griego —lo que se conoce como la Septuaginta—. Seleuco I Nicátor falleció en el 281 a. C. y fue sucedido por su hijo Antíoco I Sóter, quien estuvo en el trono hasta el 261 a. C. Posteriormente, su hijo, Antíoco II Teos, estuvo en el trono hasta su muerte, acontecida en el 246 a. C. Tal y como lo describe la profecía, hubo una boda arreglada por conveniencia. En el 261 a. C., la hija de Ptolomeo II Filadelfo, llamada Berenice Sira, fue dada en matrimonio a Antíoco II Teos quien tuvo que divorciarse de su esposa, Laodice I, para acatar su parte del acuerdo de paz. Cuando el padre de Berenice murió, Antíoco la abandonó y regresó con su antigua pareja. En venganza, ella ordenó la muerte de Berenice y de Antíoco, con lo cual la profecía se cumplió literalmente. Continúa el ángel: Sin embargo, un miembro de su familia atacará al ejército del norte y ocupará la fortaleza real, y sus tropas dominarán la situación. (Daniel 11,7) El trono de Egipto fue ocupado desde el 246 hasta el 222 a. C. por Ptolomeo III Evergetes, hermano de Berenice. Siria era gobernada por Seleuco II Calinico, quien gobernó hasta su muerte en el 225 a. C. En cumplimiento a la promesa de vengar a su hermana, Ptolomeo III declaró la guerra a Siria, aunque no obtuvo la victoria deseada. Prosigue el ángel: Además, se llevará a Egipto a sus dioses, a sus imágenes hechas de metal fundido, junto con otros valiosos objetos de oro y plata. Después de algunos años sin guerra entre las dos naciones, el rey del norte tratará de invadir el sur, pero se verá obligado a retirarse (Daniel 11,8-9) Durante la fracasada invasión a Siria, Ptolomeo III Evergetes logró conseguir un botín que consistía en 40 000 talentos de plata y 2500 imágenes de dioses, muchas de ellas pertenecientes a Egipto, que habían sido robadas tras la invasión de Cambises II (525 a. C.) a Persia. Fue esta hazaña, la devolución de las imágenes, la que le valió el apodo de Evergetes, que quiere decir «benefactor». El periodo de calma de la profecía concordó perfectamente con el tratado de paz que Ptolomeo y Seleuco firmaron en el 241 a. C. Posteriormente, el rey sirio rompió el acuerdo y trató infructuosamente de conquistar Egipto. Regresó a su reino con menos dinero en los bolsillos del que tenía cuando partió. Continúa el ángel: Pero los hijos del rey del norte se prepararán para la guerra y organizarán un gran ejército. Uno de ellos se lanzará con sus tropas a la conquista del sur, destruyéndolo todo como si fuera un río desbordado; después volverá a atacar, llegando hasta la fortaleza del rey del sur. La invasión del ejército del norte enojará tanto al rey del sur, que este saldrá a luchar contra el gran ejército enemigo y lo derrotará por completo (Daniel 11,10-11) Los hijos de Seleuco II Calinico se apersonaron de los deseos de conquista de su padre. Cuando él murió, su hijo mayor, Seleuco III Sóter Cerauno, heredó el reino y gobernó entre el 225 y el 223 a. C. Tras su muerte, su hermano menor Antíoco III el Grande lo sucedió. Una de las primeras acciones bélicas de Antíoco III fue atacar a Ptolomeo IV Filopátor, rey de Egipto. El enfrentamiento se dio en la región del Líbano y fue un estruendoso fracaso para Antíoco. Más tarde logró anexar los territorios de Seleucia , Tiro y Tolomais. Una vez conquistadas estas ciudades, Palestina se convirtió en su objetivo. Palestina gozaba de la protección egipcia, de forma que el pueblo judío tuvo que soportar la embestida de dos poderosos ejércitos. Prosigue el ángel: El triunfo obtenido y el gran número de enemigos muertos lo llenará de orgullo, pero su poder no durará mucho tiempo. El rey del norte volverá a organizar un ejército, más grande que el anterior, y después de algunos años volverá a atacar al sur con un ejército numeroso y perfectamente armado (Daniel 11,12-13) Las guerras entre estos poderosos ejércitos continuaron en lo que se conoce como la Cuarta Guerra Siria. El ejército de Antíoco se presentó a las puertas de Egipto con 62 000 soldados de a pie, 6 000 jinetes y 102 elefantes. La milicia egipcia estaba formada por una falange de 20 000 nativos, mercenarios gálatas y tracios, y 73 elefantes africanos. El decisivo encuentro se produjo en Rafia (al sur de lo que actualmente se conoce como la Franja de Gaza). Allí, el ejército de Ptolomeo ganó la batalla. Tal y como lo describía la profecía, el derrotado Antíoco regresó a su reino catorce años después, cargado de riquezas producto de los saqueos. Continúa el ángel: Cuando esto suceda, muchos se rebelarán contra el rey del sur. Entre ellos habrá algunos hombres malvados de Israel, tal como fue mostrado en la visión, pero fracasarán. El rey del norte vendrá y construirá una rampa alrededor de una ciudad fortificada, y la conquistará. Ni los mejores soldados del sur podrán detener el avance de las tropas enemigas (Daniel 11,14-15) Antíoco III parecía haber restaurado el Imperio seléucida en el este, lo que le valió el título de el Grande. Entre el 205 y el 204 a. C., Ptolomeo V, de 5 años, accedió al trono de Egipto y Antíoco III concluyó un pacto secreto con Filipo V de Macedonia para repartir las posesiones ptolemaicas. Según los términos de la alianza, Macedonia recibiría los territorios próximos al mar Egeo y Cirene; por su parte, Antíoco III anexionaría Chipre y Egipto. La expresión «algunos hombres malvados de Israel» hace referencia a la organización de un cierto grupo de judíos que, cansado de estar en medio de la lucha entre estos dos poderes, se apartó de las tradiciones de sus padres y se unió al paganismo impuesto por Antíoco III . Prosigue el ángel: El invasor hará lo que se le antoje con los vencidos, sin que nadie pueda hacerle frente, y se quedará en la Tierra de la Hermosura destruyendo todo lo que encuentre a su paso. Además, se preparará para apoderarse de todo el territorio del sur; para ello, hará una alianza con ese rey y le dará a su hija como esposa, con el fin de destruir su reino, pero sus planes fracasarán. Después atacará a las ciudades de las costas, y muchas de ellas caerán en su poder; pero un general pondrá fin a esta vergüenza, poniendo a su vez en vergüenza al rey del norte. Desde allí, el rey se retirará a las fortalezas de su país; pero tropezará con una dificultad que le costará la vida, y nunca más se volverá a saber de él (Daniel 11,16-19) Antíoco III, apodado el Grande después de sus proezas, no solo se encargó de saquear todas las ciudades que había ganado en la pelea, sino que se apoderó de la «Tierra de la Hermosura», Palestina. Los habitantes de esta última celebraron el cambio de poder. Para tomar el control de Egipto, optó por dejar las armas a un lado, y pactó un convenio con Ptolomeo V Epífanes. Según el pacto, debía dar como esposa a su hija, Cleopatra I Sira, al joven faraón Ptolomeo V, quien para ese entonces tenía apenas 10 años. La boda se realizó cuando el rey cumplió los 14, en el 193 a. C. El pacto no le funcionó, entre otras, porque su hija se negó a colaborar con sus planes. Las islas del mar Egeo fueron su siguiente objetivo; allí obtuvo algunas victorias. El general que puso fin a la vergüenza, como lo señalaba la profecía, fue indudablemente el militar romano Publio Cornelio Escipión, el Africano, quien derrotó contundentemente a Antíoco III en la famosa batalla de Magnesia, en el 190 a. C. La derrota obligó a Antíoco a devolver una gran cantidad de territorio y a pagar un fuerte tributo al Gobierno romano. Después de firmar un armisticio en el que se comprometía a no atacar ninguna provincia romana ni de sus aliados, Antíoco III regresó a su tierra. Allí murió asesinado, cuando fue sorprendido robando los tesoros de un templo en el año 187 a. C. Continúa el ángel: Su lugar será ocupado por otro rey, que enviará un cobrador de tributos para enriquecer su reino; pero al cabo de pocos días lo matarán, aunque no en el campo de batalla (Daniel 11,20) El sucesor de Antíoco III el Grande fue su hijo Seleuco IV Filopátor. Durante su reinado de doce años, Seleuco tuvo enormes dificultades financieras, ya que debió abonar lo más que pudo a las deudas que había adquirido su padre, especialmente con Roma, durante la campaña conquistadora. En 176 a. C., Seleuco IV envió a su administrador Heliodoro a Jerusalén para apropiarse de los tesoros del Templo (2 Macabeos 3). A su regreso, Heliodoro asesinó a Seleuco IV, tal y como estaba profetizado. Prosigue el ángel: Después de él reinará un hombre despreciable, a quien no le correspondería ser rey, el cual ocultará sus malas intenciones y tomará el poder por medio de engaños (Daniel 11,21) Después de la muerte de Seleuco IV, le hubiera correspondido tomar el trono a su hijo, Demetrio I Sóter. Pero este estaba retenido en Roma como prenda de garantía a causa de la deuda adquirida por su abuelo. Así que fue el hermano de Seleuco, Antíoco IV Epífanes, quien se sentó en la silla real. Los engaños a los que se refiere la profecía corresponden a todas las maniobras y manipulaciones de Antíoco IV ante Roma para ser intercambiado con su sobrino en calidad de garantía de la deuda. Continúa el ángel: Destruirá por completo a las fuerzas que se le opongan, y además matará al jefe de la alianza. Engañará también a los que hayan hecho una alianza de amistad con él y, a pesar de disponer de poca gente, vencerá. Cuando nadie se lo espere, entrará en las tierras más ricas de la provincia y hará lo que no hizo ninguno de sus antepasados: repartirá entre sus soldados los bienes y riquezas obtenidas en la guerra. Planeará sus ataques contra las ciudades fortificadas, aunque solo por algún tiempo. Animado por su poder y su valor, atacará al rey del sur con el apoyo de un gran ejército. El rey del sur responderá con valor, y entrará en la guerra con un ejército grande y poderoso; pero será traicionado, y no podrá resistir los ataques del ejército enemigo. Los mismos que él invitaba a comer en su propia mesa, le prepararán la ruina, pues su ejército será derrotado y muchísimos de sus soldados morirán. Entonces los dos reyes, pensando solo en hacerse daño, se sentarán a comer en la misma mesa y se dirán mentiras el uno al otro, pero ninguno de los dos logrará su propósito porque todavía no será el momento (Daniel 11,22-27) Todas las guerras que habían luchado sus antepasados fueron nada en comparación con las que emprendió Antíoco IV, el «despiadado rey». Cuando se sentó en el trono, ofreció un pacto de amistad a su cuñado, el faraón egipcio, que duró muy poco ya que rápidamente atacó e invadió Egipto y conquistó casi todo el país (a excepción de su capital, Alejandría). Llegó a capturar al rey Ptolomeo VI Filométor, pero, para no alarmar a Roma, decidió regresarlo al trono, en respeto a los acuerdos que había hecho con su sobrino Ptolomeo VIII Evergetes («[…] entonces los dos reyes, pensando solo en hacerse daño, se sentarán a comer en la misma mesa y se dirán mentiras el uno al otro»). No obstante, Ptolomeo VI regresó a su imperio como una marioneta de su captor. Prosigue el ángel: El rey del norte regresará a su país con todas las riquezas capturadas en la guerra, y entonces se pondrá en contra de la santa alianza; llevará a cabo sus planes, y después volverá a su tierra (Daniel 11,28) Los romanos, en cabeza del cónsul Cayo Popilio Lenas, obligaron a Antíoco a abandonar Egipto, regresando a su natal Siria cargado de tesoros de aquellas tierras y de las que tomó en su paso por Jerusalén. Continúa el ángel: Cuando llegue el momento señalado, lanzará de nuevo sus tropas contra el sur; pero en esta invasión no triunfará como la primera vez. Su ejército será atacado por tropas del oeste traídas en barcos, y dominado por el pánico emprenderá la retirada. Entonces el rey del norte descargará su odio sobre la santa alianza, valiéndose de los que renegaron de la alianza para servirle a él (Daniel 11,29-30) Cuando Antíoco perdió a su marioneta (ya que los alejandrinos nombraron rey a Ptolomeo VIII Evergetes, hermano de Ptolomeo VI), decidió tratar de recuperar Egipto de nuevo y organizó un nuevo asalto en el año 168 a. C. Con este ataque logró conquistar brevemente a Chipre, pero los romanos intervinieron y lo hicieron retirarse de los territorios ocupados. Lleno de ira, en su camino de regreso, la emprendió contra los judíos en Tierra Santa. Su meta era destruir completamente las tradiciones judías, por lo que el 16 de diciembre del 167 a. C., el soberbio rey mandó a construir un altar a su dios Zeus en el mismo lugar donde se encontraba el altar de los holocaustos y ofreció un cerdo en sacrificio a su divinidad. El Primer Libro de los Macabeos narra lo que aconteció en aquellos días: El rey publicó entonces en todo su reino un decreto que ordenaba a todos formar un solo pueblo, abandonando cada uno sus costumbres propias. Todas las otras naciones obedecieron la orden del rey, y aun muchos israelitas aceptaron la religión del rey, ofrecieron sacrificios a los ídolos y profanaron el sábado. Por medio de mensajeros, el rey envió a Jerusalén y demás ciudades de Judea decretos que obligaban a seguir costumbres extrañas en el país y que prohibían ofrecer holocaustos, sacrificios y ofrendas en el santuario, que hacían profanar el sábado, las fiestas, el santuario y todo lo que era sagrado; que mandaban construir altares, templos y capillas para el culto idolátrico, así como sacrificar cerdos y otros animales impuros, dejar sin circuncidar a los niños y mancharse con toda clase de cosas impuras y profanas, olvidando la ley y cambiando todos los mandamientos. Aquel que no obedeciera las órdenes del rey sería condenado a muerte […] El día quince del mes de Quisleu del año ciento cuarenta y cinco, el rey cometió un horrible sacrilegio, pues construyó un altar pagano encima del altar de los holocaustos. Igualmente, se construyeron altares en las demás ciudades de Judea. En las puertas de las casas y en las calles se ofrecía incienso. Destrozaron y quemaron los libros de la Ley que encontraron, y si a alguien se le encontraba un libro de la alianza de Dios, o alguno simpatizaba con la ley, se le condenaba a muerte, según el decreto del rey. Así, usando la fuerza, procedía esa gente mes tras mes contra los israelitas que encontraban en las diversas ciudades. (1 Macabeos 1,41-58) Prosigue el ángel en su revelación de los acontecimientos futuros a Daniel: Sus soldados profanarán el templo y las fortificaciones, suspenderán el sacrificio diario y pondrán allí el horrible sacrilegio. El rey tratará de comprar con halagos a los que renieguen de la alianza, pero el pueblo que ama a su Dios se mantendrá firme y hará frente a la situación. Los sabios del pueblo instruirán a mucha gente, pero luego los matarán a ellos, y los quemarán, y les robarán todo lo que tengan, y los harán esclavos en tierras extranjeras. Esto durará algún tiempo (Daniel 11,31-33) Acudiendo nuevamente al Primer Libro de los Macabeos, podemos ver el cabal cumplimiento de este episodio profético que dio origen a lo que se conoce como «la guerra de los macabeos». Un anciano sacerdote llamado Matatías, padre de cinco hijos, fue el primero en revelarse contra el nuevo edicto del rey. Más allá de llamar a la sublevación, su indignación lo llevó a asesinar al emisario del rey encargado de hacer cumplir la ley y a destruir el nuevo altar. Huyó junto a sus hijos a las montañas para organizar una guerrilla que lucharía contra el ejército de Antíoco. El anciano sacerdote murió unos meses después y su hijo Judas tomó el liderazgo de la resistencia. Finalmente, en diciembre del 164 a. C., la milicia macabea entró triunfante a Jerusalén (1 Macabeos 2-4). Continúa el ángel: Cuando llegue el momento de las persecuciones, recibirán un poco de ayuda, aunque muchos se unirán a ellos solo por conveniencia propia. También serán perseguidos algunos de los que instruían al pueblo, para que, puestos a prueba, sean purificados y perfeccionados, hasta que llegue el momento final que ya ha sido señalado (Daniel 11,34-35) Durante el periodo de resistencia, mucha gente se unió a la guerrilla, pero no por la convicción religiosa de preservar el judaísmo, sino por salvar sus vidas: «[…] solo por conveniencia propia». Esta prolongada guerra sirvió para depurar la nación. El profeta Zacarías también había profetizado este periodo: Morirán dos terceras partes de los que habitan en este país: solo quedará con vida la tercera parte. Y a esa parte que quede la haré pasar por el fuego; la purificaré como se purifica la plata, la afinaré como se afina el oro. Entonces ellos me invocarán, y yo les contestaré. Los llamaré «pueblo mío», y ellos responderán: «El Señor es nuestro Dios». Yo, el Señor, doy mi palabra (Zacarías 13,8-9) Los versículos del 36 al 45 del Libro de Daniel siguen hablando de Antíoco IV Epífanes y de todo el mal que le causaría al pueblo judío. Algunos de los eventos de la profecía son difíciles de ubicar en la historia de este terrible personaje. Aunque la profecía no concuerda con el lugar de la muerte, que fue en Persia y no cerca de Jerusalén, sí coincide totalmente con la terrible muerte que sufrió. El Segundo Libro de los Macabeos la describe: En ese tiempo, el rey Antíoco se tuvo que retirar rápidamente de Persia. Había llegado a la ciudad de Persépolis, pensando en quedarse con lo que había en el templo y en la ciudad. Pero la gente de la ciudad tomó las armas y lo atacó. Antíoco y sus acompañantes sufrieron una humillante derrota, y tuvieron que escapar. Cuando estaba en la ciudad de Ecbatana, se enteró de lo que había sucedido a Nicanor y a los soldados de Timoteo. Fuera de sí por la rabia, decidió hacer pagar a los judíos la humillación que le habían causado los persas al ponerlo en fuga. Por este motivo ordenó al conductor del carro que avanzara sin descanso hasta terminar el viaje. Pero el juicio de Dios lo seguía. En su arrogancia, Antíoco había dicho: «Cuando llegue a Jerusalén, convertiré la ciudad en cementerio de los judíos». Pero el Señor Dios de Israel, que todo lo ve, lo castigó con un mal incurable e invisible: apenas había dicho estas palabras, le vino un dolor de vientre que con nada se le pasaba, y un fuerte cólico le atacó los intestinos. Esto fue un justo castigo para quien, con tantas y tan refinadas torturas, había atormentado en el vientre a los demás. A pesar de todo, Antíoco no abandonó en absoluto su arrogancia; lleno de orgullo y respirando llamas de odio contra los judíos, ordenó acelerar el viaje. Pero cayó del carro, que corría estrepitosamente, y en su aparatosa caída se le dislocaron todos los miembros del cuerpo. Así, el que hasta hacía poco, en su arrogancia sobrehumana, se imaginaba poder dar órdenes a las olas del mar y, como Dios, pesar las más altas montañas, cayó derribado al suelo y tuvo que ser llevado en una camilla, haciendo ver claramente a todos el poder de Dios. Los ojos del impío hervían de gusanos, y aún con vida, en medio de horribles dolores, la carne se le caía a pedazos; el cuerpo empezó a pudrírsele, y era tal su mal olor, que el ejército no podía soportarlo. Tan inaguantable era la hediondez, que nadie podía transportar al que poco antes pensaba poder alcanzar los astros del cielo. Entonces, todo malherido, bajo el castigo divino que por momentos se hacía más doloroso, comenzó a moderar su enorme arrogancia y a entrar en razón. Y como ni él mismo podía soportar su propio mal olor, exclamó: «Es justo someterse a Dios y, siendo mortal, no pretender ser igual a él». Entonces este criminal empezó a suplicar al Señor; pero Dios ya no tendría misericordia de él. Poco antes quería ir a toda prisa a la ciudad santa, para arrasarla y dejarla convertida en cementerio, y ahora prometía a Dios declararla libre; hacía poco juzgaba a los judíos indignos de sepultura, y buenos solo para servir de alimento a las aves de rapiña o para ser arrojados con sus hijos a las fieras, y ahora prometía darles los mismos derechos que a los ciudadanos de Atenas; antes había robado el santo templo, y ahora prometía adornarlo con las más bellas ofrendas, y devolver todos los utensilios sagrados y dar todavía muchos más, y atender con su propio dinero a los gastos de los sacrificios, y, finalmente, hacerse él mismo judío y recorrer todos los lugares habitados proclamando el poder de Dios. […] Así pues, este asesino, que injuriaba a Dios, terminó su vida con una muerte horrible, lejos de su patria y entre montañas, en medio de atroces sufrimientos, como los que él había hecho sufrir a otros. Filipo, su amigo íntimo, transportó el cadáver; pero, como no se fiaba del hijo de Antíoco, se refugió en Egipto, junto al rey Tolomeo Filométor (2 Macabeos 9) Todos los hechos históricos que he descrito en esta parte del capítulo pueden ser comprobados en cualquier fuente histórica. Así usted puede cerciorarse de que la profecía se cumplió de forma precisa y con un grado de detalle que es imposible de explicar sin acudir a la revelación divina. Profecías con este grado de exactitud y claridad abundan en el Antiguo Testamento, y con ellas se puede ratificar el título de «profeta» de los correspondientes autores. Las profecías sobre la venida del Mesías estaban revestidas de la misma autoridad otorgada a los profetas. ¿Coincidencia? ¿Suerte?

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