Contáctame

¿La Iglesia ocultó la Biblia, para limitar el acceso a ella?

La obra del escritor italiano Umberto Eco: El nombre de la rosa[1] se desarrolla en una abadía benedictina en 1327. El personaje principal Guillermo de Baskerville debe resolver una serie de misteriosos asesinatos.

Al ir avanzando en la trama, se va descubriendo que las muertes están relacionadas con una sección escondida de la biblioteca, en la que se guardan unos libros que el Abad considera debe mantener ocultos.

En uno de sus párrafos se puede leer:

“Mirad, fray Guillermo -dijo el Abad-, para poder realizar la inmensa y santa obra que atesoran aquellos muros -y señaló hacia la mole del Edificio, que en parte se divisaba por la ventana de la celda, más alta incluso que la iglesia abacial- hombres devotos han trabajado durante siglos, observando unas reglas de hierro. La biblioteca se construyó según un plano que ha permanecido oculto durante siglos, y que ninguno de los monjes está llamado a conocer. Sólo posee ese secreto el bibliotecario, que lo ha recibido del bibliotecario anterior, y que, a su vez, lo transmitirá a su ayudante, con suficiente antelación como para que la muerte no lo sorprenda y la comunidad no se vea privada de ese saber. Y los labios de ambos están sellados por el juramento de no divulgarlo. Sólo el bibliotecario, además de saber, está autorizado a moverse por el laberinto de los libros, sólo él sabe dónde encontrarlos y dónde guardarlos, sólo él es responsable de su conservación. Los otros monjes trabajan en el scriptorium y pueden conocer la lista de los volúmenes que contiene la biblioteca. Pero una lista de títulos no suele decir demasiado: sólo el bibliotecario sabe, por la colocación del volumen, por su grado de inaccesibilidad, qué tipo de secretos, de verdades o de mentiras encierra cada libro. Sólo él decide cómo, cuándo, y si conviene, suministrarlo al monje que lo solicita, a veces no sin antes haber consultado conmigo. Porque no todas las verdades son para todos los oídos, ni todas las mentiras pueden ser reconocidas como tales por cualquier alma piadosa, y, por último, los monjes están en el scriptorium para realizar una tarea determinada, que requiere la lectura de ciertos libros y no de otros, y no para satisfacer la necia curiosidad que puedan sentir, ya sea por flaqueza de sus mentes, por soberbia o por sugestión diabólica.”

El autor de este libro logró recoger muy bien el pensamiento generalizado de muchas personas en torno a la pregunta de este capítulo.

Durante siglos y aun en nuestros días, gran cantidad de personas han pensado que la Iglesia ha tenido el poder de controlar los cientos, miles e inclusive millones de ejemplares de la Santa Biblia y decidir a su antojo quién sí o quién no puede tener acceso a la misma.

No pongo en duda que personajes como este Abad usado por Umberto Eco no hayan existido en realidad, pero su comportamiento no obedece a una política o norma emanada del Código del Derecho Canónico, sino a su criterio particular y movido por su propio entender.

El numeral 86 del Catecismo de la Iglesia Católica dice:

“El Magisterio no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido, pues por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente; y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como revelado por Dios para ser creído”.

Así que no debemos confundir ese enorme celo que la Iglesia ha ejercido sobre la Palabra de Dios, con manipulación u ocultamiento como escandalosamente se ha querido presentar; este celo ha sido más ferviente en unas épocas que en otras.

La labor de custodiar intacta la preservación de esa palabra es una labor que la Iglesia ha ejercido, ejerce y ejercerá hasta el fin de los tiempos. Es el mismo caso de cualquier obra literaria que sea publicada, en la cual la casa editorial que lo hace, cela que nadie copie, ni mucho menos tergiverse cualquiera de sus obras.

A diferencia de la casa editorial que ante una violación a los derechos de autor puede llegar a acudir a los tribunales de justicia para alcanzar una compensación o sacar de circulación la obra plagiada, la Iglesia no cuenta con este poderoso instrumento.

La Biblia en su esencia carece de unos derechos de autor que la protejan.

Hoy en día vemos como una persona puede tomar una Biblia y hacer un supuesto trabajo de traducción como a él bien le parezca, imprimirla y venderla bajo el título de Biblia de XYZ.

Así es como vemos hoy en las librerías, biblias empleadas por ciertos grupos religiosos que han introducido una serie de interpretaciones que van en total contravía con la teología católica y con una correcta traducción e interpretación de los textos originales.

En la constitución dogmática Dei Verbum del concilio vaticano II, en su capítulo VI versículo 21 dice:

“La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor…”

Esta veneración a las Sagradas Escrituras se hace más evidente en algunas Iglesias orientales, en donde la adoración al Santísimo se hace con la Biblia en vez de hacerlo con el cuerpo de Cristo en la hostia consagrada.

Al igual que la Iglesia cuida con extremo celo que en las celebraciones eucarísticas nadie vaya a salir con una hostia consagrada sin la debida aprobación del sacerdote, ha celado con el mismo rigor hasta donde le ha sido posible que las Sagradas Escrituras no caigan en manos indebidas.

No se puede negar que dicho control ha sido más y más difícil de ejercer en proporción al número de copias antes de la aparición de la imprenta y por supuesto, después de ella.

La edad media, donde nace el mito

Es la caída del imperio romano a mano de los bárbaros en el siglo V la que da comienzo a la edad media, extendiéndose hasta el siglo XV.

Durante este período nace y toma fuerza la falsa idea de la manipulación, aduciendo entre otras razones que la Iglesia se aprovechó del analfabetismo de la gente y a la falta de traducciones a lenguas vernáculas[2].

La parte occidental de ese antiguo imperio romano hablaba el latín. Es en este lenguaje en el que estaba la traducción conocida como La Vulgata Latina. La parte oriental hablaba entre otros el griego. Es en este lenguaje en el que estaba la traducción conocida como la Septuaginta. Es claro que el idioma no fue un impedimento para que los que supieran leer tuvieran acceso a las Sagradas Escrituras.

Pese a esto, conocemos de algunas traducciones que se hicieron a lenguas vernáculas durante la alborada de este período. Veamos algunos ejemplos:

  • Los santos católicos Cirilio y Metodio tradujeron la Biblia al búlgaro antiguo en el siglo IX.
  • El obispo Ulfilas, evangelizador de los godos de Dacia y Tracia, tradujo la Biblia al gótico pocos años antes que San Jerónimo acabará La Vulgata Latina.
  • El monje católico Beda el Venerable tradujo al anglosajón o inglés antiguo el Evangelio de San Juan poco antes de su muerte, acaecida en el año 735.
  • El gran historiador Giuseppe Ricciotti (1890–1964), nos informa en su introducción a la Sagrada Biblia que en Italia “la Biblia en lengua vulgar era popularísima en los siglos XV y XVI“, y que “desde el siglo XIII se poseen” traducciones italianas de la Biblia aunque “se trata de traducciones parciales“.
  • Guyart Desmoulins hizo una traducción al francés a finales del siglo XIII.
  • En el siglo XIV se hizo en Baviera una traducción total que el impresor alsaciano Juan Mentelin hizo estampar en Estrasburgo en 1466, y que con algunas modificaciones fue reimpresa trece veces antes que apareciese la de Lutero, llegando a ser como una Vulgata alemana.
  • En 1280 por orden del rey Alfonso el Sabio, vio la luz la traducción al español de la que llegará a conocerse como la Biblia Alfonsina.

El dinero ciertamente fue una gran limitación en la divulgación de la Palabra entre más miembros de la Iglesia. Copiar una Biblia era un proceso extremadamente dispendioso y costoso que involucraba muchas manos, materiales y tiempo. Antes de la imprenta, e inclusive varios siglos después, los papiros eran copiados a mano tras un gravoso trabajo manual de transcripción, revisión e ilustración. Un monje debía prepararse por muchos años antes que se le permitiera participar en las labores de copiado en los scriptoriums.

“El que no sepa escribir puede pensar que esto no es una gran hazaña. Basta con intentarlo para comprender cuán ardua es la tarea del amanuense[3]. Cansa la vista, produce dolor de espalda y comprime el pecho y el estómago: es un auténtico suplicio para el cuerpo” Prior Petrus, Monasterio Español, Siglo XII.

El costo físico de los materiales empleados era sumamente elevado, y la Biblia no era el único libro que se copiaba en los monasterios, aunque era el que tenía mayor preferencia, también se copiaban los libros litúrgicos, los libros de los Padres de la Iglesia, obras de teología dogmática o moral, crónicas, anales, vidas de los santos, historias de la iglesia o monasterios y, finalmente, autores profanos. Las copias de la Biblias disponibles para los laicos eran escasas ya que el principal objetivo al hacerlas, era el de difundirlos entre la comunidad clerical, y no se acostumbraba hacer copias completas de la Biblia. Generalmente quien poseyera una Biblia completa era porque había obtenido sus diversos libros en diferentes épocas y lugares.

Para producir un libro de 340 páginas, como la obra maestra del arte celta, el Libro de Kells (siglo VIII), se requerían unas 200 pieles de ternera. Un catálogo Urbino (siglo XV) menciona un manuscrito tan grande que se necesitaba de tres hombres para su traslado[4]; y en Estocolmo se conserva una Biblia gigantesca escrita en piel de burro del siglo XIII, cuyas dimensiones le han dado el nombre de “Codex Gigas”[5].

Índice Romano

En 1934 la Asociación de Productores Cinematográficos de Estados Unidos —actualmente la Motion Picture Association of America MPAA— publicó un código conocido como el “Código Hays” en donde se determinaba qué era lo que se podía y lo que no se podía proyectar en las salas de cine de los Estados Unidos. Este sistema de censura se abandonó en 1967 para darle paso a la clasificación por edades que existe hasta nuestros días.

El Departamento de Estado de los Estados Unidos en su portal IIP DIGITAL, publicó en su boletín del 7 de mayo del 2013 un artículo titulado “Una mirada a la libertad de expresión” en el que dice:

“Si bien la Primera Enmienda dispone protecciones muy amplias para la libertad de expresión en Estados Unidos, esta libertad no es absoluta. Por lo general, el gobierno tiene mayor arbitrio para imponer restricciones neutras en cuanto al contenido que restricciones en función del contenido…Aunque las restricciones en función del contenido generalmente son inadmisibles, existen algunas excepciones muy específicas. De conformidad con la Primera Enmienda, entre las categorías de expresión que pueden restringirse figuran la incitación a actos violentos inminentes, amenazas reales, expresiones difamatorias y obscenidad…En Estados Unidos, las expresiones difamatorias consisten en declaraciones falsas que vulneran el carácter, la fama o la reputación de una persona…Las obscenidades se pueden restringir de conformidad con la Primera Enmienda, pero se ha producido un prolongado debate sobre qué se considera obscenidad y cómo se debe regular.”

Con esto he querido mostrar que, siendo Estados Unidos el país que ostenta el título del “País de las libertades”, cuenta con una política de censura. Igualmente nuestra Iglesia ha censurado cierto material.

Cuando san Pablo logró a través de sus prédicas la conversión de muchos paganos en Éfeso, ellos hicieron una quema de libros de brujería.

“También muchos de los que creyeron llegaban confesando públicamente todo lo malo que antes habían hecho, y muchos que habían practicado la brujería trajeron sus libros y los quemaron en presencia de todos. Cuando se calculó el precio de aquellos libros, resultó que valían como cincuenta mil monedas de plata.” Hechos 19:18-19

En el año 325 d.C. el emperador Constantino ordenó, por determinación del primer concilio ecuménico de Nicea, la quema de todas las copias del libro titulado Thalia del presbítero de Alejandría llamado Arrio. En su obra sostenía que Dios había creado a su Hijo de la nada, lo que implicaba que hubo un tiempo en el que el Hijo no existía. Esto dio nacimiento a la doctrina herética conocida como arrianismo.

El papa Inocencio I redactó en el 405 la primera lista de libros prohibidos que por su contenido eran condenados por la santa sede. Esta lista se conoce como el “Índice Romano” o “Index librorum prohibitorum et expurgatorum”. Nunca existió una prohibición general, sino solamente la de las obras que se incluyeran en esta lista.

No fue sino hasta 1897 que el papa León XIII volvió a abordar este tema de una forma más profunda y extensa. Antes de eso y en términos generales, la santa sede solo se había limitado a mantener actualizada esta lista.

En la bula[6] conocida como “Officiorum Ac Munerum” el papa incluye libros heréticos, supersticiosos, inmorales, escritos insultantes contra Dios, la Virgen María, los santos o la Iglesia. Igualmente incluye todas las ediciones y versiones de las Sagradas Escrituras, del misal y de los breviarios que no han sido aprobadas por las autoridades eclesiásticas competentes. Se incluyen también libros y escritos que contengan nuevas apariciones, revelaciones, visiones, milagros o los que tratan de introducir devociones nuevas, públicas o privadas, que carezcan de aprobación eclesiástica legítima.

La encíclica de Pío X “Pascendi Dominici Gregis” publicada en 1907, no sólo confirma los decretos generales de León XIII sino que pone especial énfasis en los párrafos que tratan de la censura previa que debe hacerse antes que una publicación vea la luz pública.

Jamás la Iglesia ha prohibido o censurado la lectura de las Sagradas Escrituras a los laicos, todo lo contrario, la ha fomentado y exhortado como veremos a continuación.

El Concilio Vaticano Segundo

En épocas más recientes la Iglesia ha emitido una serie de documentos exhortando a su feligresía a la lectura de las Sagradas Escrituras y encargando a la cúpula eclesiástica la vigilancia de las traducciones. Nuevamente citando la constitución dogmática “Dei Verbum” del Concilio Vaticano II, en su capítulo VI versículo 22 titulado “Se recomiendan las traducciones bien cuidadas” se lee:

“Es conveniente que los cristianos tengan amplio acceso a la Sagrada Escritura… Pero como la palabra de Dios debe estar siempre disponible, la Iglesia procura, con solicitud materna, que se redacten traducciones aptas y fieles en varias lenguas, sobre todo de los textos primitivos de los sagrados libros.”

Y en su versículo 25 titulado “Se recomienda la lectura asidua de la Sagrada Escritura” dice:

“De igual forma el Santo Concilio exhorta con vehemencia a todos los cristianos en particular a los religiosos, a que aprendan “el sublime conocimiento de Jesucristo”, con la lectura frecuente de las divinas Escrituras. “Porque el desconocimiento de las Escrituras es desconocimiento de Cristo”. Lléguense, pues, gustosamente, al mismo sagrado texto, ya por la Sagrada Liturgia, llena del lenguaje de Dios, ya por la lectura espiritual, ya por instituciones aptas para ello, y por otros medios, que con la aprobación o el cuidado de los Pastores de la Iglesia se difunden ahora laudablemente por todas partes. Pero no olviden que deben acompañar la oración a la lectura de la Sagrada Escritura para que se entable diálogo entre Dios y el hombre; porque: a El hablamos cuando oramos, y a El oímos cuando leemos las palabras divinas.

Incumbe a los prelados, “en quienes está la doctrina apostólica”, instruir oportunamente a los fieles a ellos confiados, para que usen rectamente los libros sagrados, sobre todo el Nuevo Testamento, y especialmente los Evangelios por medio de traducciones de los sagrados textos, que estén provistas de las explicaciones necesarias y suficientes para que los hijos de la Iglesia se familiaricen sin peligro y provechosamente con las Sagradas Escrituras y se penetren de su espíritu.

Háganse, además, ediciones de la Sagrada Escritura, provistas de notas convenientes, para uso también de los no cristianos, y acomodadas a sus condiciones, y procuren los pastores de las almas y los cristianos de cualquier estado divulgarlas como puedan con toda habilidad.”

Exhortaciones

A continuación expongo algunas exhortaciones hechas por prominentes figuras de nuestra Iglesia a través de los años, en dónde desvirtuando la falsa creencia de una política de mantener a los fieles alejados de las Sagradas Escrituras, invitan a los fieles a leerlas, conocerlas, profundizarlas y meditarlas.

 

Siglo Autor Exhortación
II San Ireneo Leed con mayor empeño el Evangelio que nos ha sido transmitido por los apóstoles.
III San Cipriano de Cartago El cristiano que tiene fe se dedica a la lectura de las Sagradas Escrituras.
IV San Ambrosio de Milán No deje nuestra alma de dedicarse a la lectura de las Letras Sagradas, a la meditación y a la oración, para que la Palabra de Aquel que está presente, sea siempre eficaz en nosotros.
V San Jerónimo Cultivemos nuestra inteligencia mediante la lectura de los Libros santos: que nuestra alma encuentre allí su alimento de cada día.
VI San Benito de Nursia ¿Qué página o qué sentencias hay en el Antiguo y Nuevo Testamento, que no sean una perfectísima norma para la vida humana?
VII San Gregorio Magno ¿Cómo te descuidas de leerlas y no manifiestas ardor y prontitud en saber lo que en ellas se contiene? Por lo cual, te encargo que te apliques a ese estudio con la mayor afición y que medites cada día las palabras de tu Creador.
VIII San Beda Te ruego encarecidamente que te dediques en primer lugar a la lectura de los Libros Sagrados, en los cuales creemos encontrar la vida eterna.
IX San Nicolás Exhorta a los fieles al descanso dominical para que el cristiano pueda dedicarse a la oración y ocuparse de la Sagrada Escritura.
XI San Pedro Damián Siempre dedícate a la lectura de la Sagrada Escritura. A esto entrégate enteramente y persevera y vive con ella.
XII San Bernardo Tenemos necesidad de leer la Sagrada Escritura, puesto que por ella aprendemos lo que debemos hacer, lo que hay que dejar y lo que es de apetecer.
XIII Gregorio IX Siendo probado, como lo es, que la ignorancia de la Escritura ha originado muchos errores, todos tienen que leerla o escucharla.
XV Tomás de Kempis Así me diste, oh Señor, como a enfermo, tu sagrado Cuerpo para recreación del ánima y del cuerpo, y pusiste para guiar mis pasos una candela que es tu Palabra. Sin estas dos cosas ya no podría yo vivir bien, porque la Palabra de tu boca, luz es de mi alma, y tu Sacramento es pan de vida.
XVI Adriano VI Todo hombre peca…si estima más las ciencias profanas que las divinas, y lee más los libros mundanos que los sagrados.
XVII San Francisco de Sales De la misma manera que el apetito es una de las mejores pruebas de salud corporal, al gustar de la Palabra de Dios, que es un apetito espiritual, es también señal bastante segura de la salud espiritual del alma.
XVIII Pío VI Es muy loable tu prudencia, con la que has querido excitar en gran manera a los fieles a la lectura de las Santas Escrituras, por ser ellas fuentes que deben estar abiertas para todos, a fin de que puedan sacar de allí la santidad de las costumbres y de la doctrina.
XIX Gregorio XVI Son muchos los testimonios de la más absoluta claridad que demuestran el singular empeño que los Romanos Pontífices y por mandato suyo los demás obispos de la cristiandad, han puesto en los últimos tiempos para que los católicos de todos los países traten de posesionarse con afán de la palabra divina.
XX Benedicto XV ¿Quién no ve las ventajas y goces que reserva a los espíritus bien dispuestos la lectura piadosa de los Libros santos? Jamás cesaremos de exhortar a todos los cristianos a que hagan su lectura cotidiana de la Biblia.
XXI Francisco Y con esto nosotros hacemos crecer la esperanza, porque tenemos fija la mirada sobre Jesús. Hagan esta oración de contemplación. ‘¡Pero tengo tanto que hacer!’; ‘pero en tu casa, 15 minutos, toma el Evangelio, un pasaje pequeño, imagina qué cosa ha sucedido y habla con Jesús de aquello. Así tu mirada estará fija sobre Jesús, y no tanto sobre la telenovela, por ejemplo; tu oído estará fijo sobre las palabras de Jesús, y no tanto sobre las charlas del vecino, de la vecina…

 

 

 


[1] Premio Strega en 1981 y Editors’ Choice de 1983 del New York Times.

[2] Traducciones en el lenguaje propio de cada país o región.

[3] Persona que tiene por oficio escribir a mano, copiando o poniendo en limpio escritos ajenos, o escribiendo lo que se le dicta.

[4] Edmond Henri Joseph Reusens, “Paléographie”, P. 457.

[5] Su tamaño es de 92 x 50,5 x 22 cm, contiene 624 páginas y pesa 75kg.

[6] Una bula es un documento sellado con plomo sobre asuntos religiosos expedidos por la Cancillería Apostólica papal sobre determinados asuntos de importancia dentro de la administración clerical e incluso civil.

 

Privacy Settings
We use cookies to enhance your experience while using our website. If you are using our Services via a browser you can restrict, block or remove cookies through your web browser settings. We also use content and scripts from third parties that may use tracking technologies. You can selectively provide your consent below to allow such third party embeds. For complete information about the cookies we use, data we collect and how we process them, please check our Privacy Policy
Youtube
Consent to display content from Youtube
Vimeo
Consent to display content from Vimeo
Google Maps
Consent to display content from Google
Spotify
Consent to display content from Spotify
Sound Cloud
Consent to display content from Sound
Cart Overview