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Orlando Hernandez

¿Por qué debo confesarme ante un pecador?

Esta es tal vez la razón más frecuente que aducen los fieles católicos que prefieren una confesión directa con Dios, que hacerlo a través de un sacerdote. Alegan la naturaleza pecadora del presbítero, que según su propio criterio, puede llegar a ser más grande que la de ellos mismos.

La Enciclopedia Católica incluye en su definición del Sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación (llamada comúnmente cómo la confesión):

“…la confesión no es realizada en el secreto del corazón del penitente, tampoco a un seglar como amigo y defensor, tampoco a un representante de la autoridad humana, sino a un sacerdote debidamente ordenado con la jurisdicción requerida y con el “poder de llaves” es decir, el poder de perdonar pecados que Cristo otorgó a Su Iglesia.”

Supongamos que un muchacho que asiste al colegio golpea a un compañero de clase en la nariz. Ciertamente el joven va a tener un problema y recibirá un castigo por su falta. Ahora supongamos que ese mismo joven le da el golpe con la misma fuerza y en la misma parte, no a su compañero sino a su profesor, el problema y el castigo serán mucho mayor. Ahora supongamos que le da el golpe con la misma fuerza y en la misma parte, no a su profesor sino al rector, el problema y el castigo serán todavía peor. ¿Qué pasaría si lo hiciera con el alcalde de la ciudad? O ¿con el presidente del país? Es claro entonces que el problema y el castigo son proporcionales no a la acción en sí misma, sino a la dignidad del ofendido. A mayor dignidad, mayor es la ofensa.

“En verdad os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos hermanos míos, aun a los más pequeños, a mí lo hicisteis.” Mateo 25:40.

Así que cuando ofendemos al prójimo estamos ofendiendo a Dios. Esta idea ha estado en la conciencia del hombre desde tiempos muy lejanos, mucho antes que Dios se le manifestara a Abraham. El hombre antiguo atribuía las sequías, las inundaciones y otros desastres naturales a una manifestación de disgusto de los dioses por las ofensas recibidas. Sacrificios, construcciones, rituales, etc., buscaban congraciarse nuevamente con su dios ofendido.

En el Antiguo Testamento encontramos las prácticas estipuladas por Dios para el perdón de los pecados (Levítico 4 y 5). Los procedimientos variaban según la condición del pecador. Este es uno de esos casos:

“Si una persona de clase humilde peca involuntariamente, resultando culpable de haber hecho algo que está en contra de los mandamientos del Señor, en cuanto se dé cuenta del pecado que cometió, deberá llevar una cabra sin ningún defecto como ofrenda por el pecado cometido. Pondrá la mano sobre la cabeza del animal que ofrece por el pecado, y luego lo degollará en el lugar de los holocaustos. Entonces el sacerdote tomará con el dedo un poco de sangre y la untará en los cuernos del altar de los holocaustos, y toda la sangre restante la derramará al pie del altar. También deberá quitarle toda la grasa, tal como se le quita al animal que se ofrece como sacrificio de reconciliación, y quemarla en el altar como aroma agradable al Señor. Así el sacerdote obtendrá el perdón por el pecado de esa persona, y el pecado se le perdonará.” Levítico 4:27-31

La persona confesaba su falta al sacerdote y reconocía que merecía morir por su transgresión. ¡Había ofendido a Dios! Se había agraviado a la mayor dignidad existente. ¿Cuál debería ser el castigo por haber atentado contra la mayor dignidad posible? La muerte. Pero en vez de morir el agresor, lo hacia la cabra. Acá nace la expresión de “chivo expiatorio”. El chivo expiaba los pecados de la persona que lo ofrecía. La expiación es la remoción del pecado a través de un tercero que en este caso es el chivo o la cabra.

En el Nuevo Testamento encontramos dos citas donde Jesús anticipa a sus apóstoles que ellos ejercerán el perdón de los pecados. La primera se la dirige a Pedro en particular y la segunda a sus apóstoles en general.

“Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que tú ates aquí en la tierra, también quedará atado en el cielo, y lo que tú desates aquí en la tierra, también quedará desatado en el cielo.” Mateo 16:19

“Les aseguro que lo que ustedes aten aquí en la tierra, también quedará atado en el cielo, y lo que ustedes desaten aquí en la tierra, también quedará desatado en el cielo.” Mateo 19:19

Y en el primer día de su resurrección, les encomienda lo que les había anticipado:

“Luego Jesús les dijo otra vez: — ¡Paz a ustedes! Como el Padre me envió a mí, así yo los envío a ustedes. Y sopló sobre ellos, y les dijo: —Reciban el Espíritu Santo. A quienes ustedes perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a quienes no se los perdonen, les quedarán sin perdonar.” Juan 20:21-23

No debemos confundir la administración con la potestad. Solo Dios tiene la potestad de perdonar los pecados[1]. Jesús posee esa autoridad en la tierra: “Pues voy a demostrarles que el Hijo del hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados…” (Lucas 5:24). Pero en su ausencia temporal encargó la administración de ese perdón de los pecados a sus apóstoles, que a su vez lo delegaron a los presbíteros con quienes nos confesamos actualmente. Ellos no perdonan los pecados. Dios se sirve de ellos para hacerlo.

¿Qué podemos decir respecto a la acción de confesar los pecados?

Ya en el pueblo judío existía la práctica de confesar los pecados a otro hombre. Ellos no confesaban sus faltas con la almohada. Cuando la gente acudía a Juan el Bautista, los textos bíblicos dicen que lo hacían para ser bautizados y que “…Confesaban sus pecados.” (Mateo 3:6).

O cuando la gente se convertía al cristianismo confesaban sus pecados: “También muchos de los que creyeron llegaban confesando públicamente todo lo malo que antes habían hecho” (Hechos 19:18). Incluso era conocida la práctica de hacerlo, no a una sola persona, sino a su comunidad: “Por eso, confiésense unos a otros sus pecados, y oren unos por otros para ser sanados…” (Santiago 5:16).

Hay quienes interpretan esta confesión, como una pedida de perdón a la persona que ha ofendido. Si volvemos a leer Mateo 3:6 no parece lógico que esas personas que buscaban al Bautista lo hubieran ofendido y por eso iban por su perdón.

Todos hemos caído

Por naturaleza al hombre no le gusta reconocer sus faltas. Nuestro gran ego nos impide aceptar que nos equivocamos. Las primeras mentiras que dice un niño buscan negar las faltas que ha cometido. Pero la realidad es que a través de las equivocaciones que se reconocen y se aceptan es que el hombre crece y madura.

Cuando estábamos aprendiendo a caminar, nos caímos muchas veces, nuestros padres nos ayudaban a levantarnos y continuábamos practicando el paso, hasta que fuimos ganando el equilibrio necesario que nos permitió caminar y luego correr.

Cuando aprendimos a manejar, muchas veces el carro se nos apagaba en la arrancada, o ésta era demasiado brusca, o frenábamos muy fuerte. Cuantas veces no estuvimos a punto de chocar o chocamos. Poco a poco esos errores nos fueron convirtiendo en expertos conductores.

Todos hemos pasado en la vida por estos procesos de prueba y error. Todos hemos cometido faltas que nos han aportado lecciones valiosas que nos han guiado en nuestro caminar por la vida.

Algunos consideran solamente faltas dignas de ser confesadas el matar y el robar. Pero como humanos caemos fácilmente en errores y situaciones que ni siquiera pensamos que las viviríamos o que fuéramos capaces de propiciarlas, y cada vez que las cometemos se crea una herida en nuestro corazón o en el de un ser querido.

Las heridas grandes cuando no son atendidas adecuadamente se infectan y con ello se agrava el problema. Y aun las pequeñas, si se hacen muchas en la misma área, terminan igual.

La confesión es esa medicina que sana las heridas que nos hemos infligido con nuestras faltas o que nos las han causado otros con sus faltas. La confesión es el gran regalo que Dios nos dejó para aliviar esas heridas que desangran y que van afectando otras áreas de nuestro cuerpo.

Cuando Jesús estaba sentado a la mesa en casa de un fariseo, contó la siguiente parábola:

“Jesús siguió: —Dos hombres le debían dinero a un prestamista. Uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta; y como no le podían pagar, el prestamista les perdonó la deuda a los dos. Ahora dime, ¿cuál de ellos le amará más? Simón le contestó: —Me parece que el hombre a quien más le perdonó. Jesús le dijo: —Tienes razón.” Lucas 7:41-43.

Existe una complicada relación psicológica entre el acreedor y el deudor al momento de concederse la exoneración de la deuda. El amor que se expresa en perdón y el perdón que genera nuevo amor. La severidad de exigir el monto adeudado y el despilfarro de generosidad en la exoneración de esta. La cadena sin fin de amor que genera la grandeza del que perdona sin medida. Del que perdona “setenta veces siete”.

He experimentado muchas veces esa sensación de alivio, de sanidad, de limpieza, de un nuevo comenzar que nos ofrece la confesión. De un borrón y cuenta nueva. “Pero yo, por ser tu Dios, borro tus crímenes y no me acordaré más de tus pecados.” (Isaías 43:25). También he acompañado a numerosas personas adultas a que practiquen una confesión después de muchos años de no haber hecho una, y me deleito con ellos de ese sentimiento que da el haber dejado en ese confesionario el edificio que por años habían cargado sobre sus hombros.

A través de ciertas dinámicas que hacemos entre los hombres del ministerio de Emaús en mi parroquia, compartimos abiertamente nuestras vidas incluyendo nuestros errores y aciertos. Siempre me ha resultado interesante ver como cuando terminan de contar sus faltas, algunas veces con mucha vergüenza, otras personas dicen haber cometido las mismas equivocaciones y que el pedir perdón fue el primer paso que los ayudó a sanar sus heridas. El no sentirse exclusivos, les ayuda a experimentar un sentimiento de humildad ante la fragilidad humana que ataca a todos de una u otra forma.

El perdón restablece el equilibrio que se rompe cuando se produce una falta. Equilibrio que restaura la paz, la salud y la alegría de sabernos perdonados después de haber mostrado un sincero arrepentimiento y la intención de no volver a cometer la falta.

 

Sacerdote psicólogo

Decía el escritor argentino Gustavo Adolfo Martínez Zuviría, mejor conocido como Hugo Wast, en su escrito Cuando se Piensa[2]:

“Cuando se piensa que un sacerdote hace más falta que un rey, más que un militar, más que un banquero, más que un médico, más que un maestro, porque él puede reemplazar a todos y ninguno puede reemplazarlo a él.”

La vocación al sacerdocio es una llamada y una respuesta de amor al Amor. Es un diálogo de corazón a corazón, en el que Dios llama al sacerdote a ser otro Cristo, dispuesto a dar su vida por los demás y a servirles sin condiciones.

Así como cualquier hombre que se entrega por completo al cuidado de su familia, el sacerdote lo hace con su rebaño de fieles que constituye su familia.

En su búsqueda de imitar a Cristo, él se entrega por completo al servicio de su comunidad. No hay horarios ni límites. En cualquier momento del día, de la noche o de la madrugada, debe asistir a un moribundo que quiere confesarse antes de morir. No hay distinción entre horas de trabajo y horas de descanso. Es como el médico que está de guardia durante un fin de semana. A cualquier hora lo pueden necesitar. La diferencia está en que el sacerdote esta de “guardia” veinticuatro horas al día, trescientos sesenta y cinco días al año.

Aunque varía según el país y la universidad, un futuro sacerdote estudia mínimo dos años materias tales como: psicología, pedagogía, sociología, sexualidad y moral entre otras.

En su ejercicio profesional utilizan este conocimiento todo el tiempo. Pasan sus vidas escuchando los problemas de las personas. Ellos lidian con sus alegrías, éxitos, abundancias y riquezas. También bregan con sus penas, preocupaciones, miedos, ignorancias, carencias, complejos, debilidades y lutos.

La gente no les miente, les abren sus corazones y exponen sus sentimientos y preocupaciones con la certeza que nunca serán divulgados por el sacerdote. Esto les permite con los años, cultivar una gran experiencia en la guía y consejería del drama humano.

Usted habrá escuchado de un sacerdote que abusó de un menor, o de otro que robó, o de otro que asesinó a una persona, pero nunca habrá escuchado de un sacerdote que haya violado el secreto de confesión. Santo Tomás de Aquino decía “Lo que se sabe bajo confesión es como no sabido, porque no se sabe en cuanto hombre, sino en cuanto Dios”.

Los psicólogos, como cualquier otro profesional, son personas que tienen una vida personal y profesional muy bien delimitada. Su vida personal demanda tiempo. Al terminar su jornada laboral, típicamente de ocho horas diarias y de lunes a viernes, dedican el resto del día a la atención de sus asuntos personales.

No así el sacerdote, que aún en sus horas privadas de oración, está pidiendo por todo su rebaño y por las necesidades particulares de algunos de sus feligreses.

Así que una persona que no acude al sacramento de la confesión, desconociendo o queriendo ignorar su origen divino, porque prefiere hacerlo consigo misma, la podemos invitar a hacer esta reflexión:

  • Si se confiesa consigo misma, es porque reconoce que hizo algo malo.
  • Si reconoce que hizo algo malo, suponemos que no quiere volverlo hacer.
  • Si no quiere volverlo hacer, debe haber algún tipo de cambio en su comportamiento.
  • Un buen consejo es muy bienvenido a la hora de hacer cambios.
  • ¿Quién mejor para emitir un consejo, que una persona que durante años y años ha acumulado una enorme experiencia en ayudar a las personas a superar sus problemas; que un sacerdote? Un sacerdote no sólo se limita a conceder el perdón, sino que guía a la persona a no incurrir en sus faltas o recomienda como superar esas dificultades en nuestras relaciones con el mundo y con los que nos rodean.

Es la falta de amor lo que hay detrás de cada falta que se quiere confesar. Pecamos no porque seamos intrínsecamente malos, sino porque nuestra visión es muy corta y no vemos lo que hay más allá de lo que nos muestran los sentidos. Así que invitemos a esos católicos con ese pensamiento a que se acerquen al sacerdote y lo miren, no con la novedad de saberlo pecador, sino como una persona que por su conocimiento, iluminación, estudio, experiencia y con la facultad de administrar el perdón de Dios; sabe más del amor que cualquier pareja de enamorados. Si logramos nuestro cometido, seguramente con el tiempo acabará por pedir ese perdón que alivia y sana.

 

 


[1] Ver Marcos 2:7 y Lucas 5:2.

[2] Ver el escrito completo en http://www.iglesia.org/videos/item/626-cuando-se-piensa.

¿Siempre el sacerdote habla en nombre de la Iglesia?

En una pequeña parroquia, el sacerdote un poco molesto dijo que era una falta de respeto ir al baño durante la celebración de la misa. Algunos feligreses salieron a decir que la Iglesia prohíbe ir al baño durante la celebración de la misa.

Uno de los miembros del ministerio de música de mi parroquia me comentó con cierta tristeza, que se había enterado que la Iglesia había prohibido el uso de la guitarra eléctrica durante la celebración de la misa[1]. Cuando pregunté por la fuente; me dijo que el sacerdote de otra parroquia las había prohibido.

Lo único que le pude decir a este confundido parroquiano, era que de pronto el sacerdote había expresado su gusto personal y mi amigo lo tomó como una prohibición de la Iglesia.

Con frecuencia escuchamos a otros católicos decir que esto o aquello está prohibido por la Iglesia. Cuando con mucho asombro preguntamos por el origen de dicha aseveración responden que fue un sacerdote quien se los dijo.

Sin la menor indagación de nuestra parte, repetimos el comentario a otros que a su vez harán lo mismo, otorgándole a la Madre Iglesia unas prohibiciones y creencias que no son ciertas.

Los sacerdotes son conscientes de esta realidad y tratan de ser cuidadosos en lo que dicen y hacen. Pero como humanos que son, cargan como cualquier otro, con su maleta de gustos y preferencias. No todos esos gustos constituyen enseñanzas o doctrinas de la Iglesia.

Un determinado médico puede tener más preferencia por las frutas que por las verduras, por lo que seguramente recomendará a sus pacientes más la ingesta de frutas que de vegetales, lo cual no contradice en nada los pilares que tiene la medicina como criterio de una buena alimentación. No por eso el paciente puede decir que la medicina está en contra de los vegetales en la dieta de las personas. Lo que nunca escucharemos es que un médico recomiende grasas, alcohol y tabaco como base de una vida saludable.

Igual nos pasa con el sacerdote. Él puede decir algo relacionado con la Iglesia o con nuestra religión que no necesariamente constituye dogma o enseñanza. Lo que nunca le oiremos decir por ejemplo: es que la virgen María nació con el mismo pecado original de todos nosotros ya que es contrario a un dogma de nuestra Iglesia. O que el purgatorio no existe. O que la confesión de los pecados no es necesaria hacerla con un sacerdote.

Algunos sacerdotes se han apartado considerablemente de las enseñanzas, prácticas y tradiciones de la Iglesia, obligando al magisterio a hacer un llamado de atención severo como el ocurrido en 1907 que motivó la “encíclica Pascendi” del papa Pio X. Dice en uno de sus apartes:

“Hablamos, venerables hermanos, de un gran número de católicos seglares y, lo que es aún más deplorable, hasta de sacerdotes, los cuales, so pretexto de amor a la Iglesia, faltos en absoluto de conocimientos serios en filosofía y teología, e impregnados, por lo contrario, hasta la médula de los huesos, con venenosos errores bebidos en los escritos de los adversarios del catolicismo, se presentan, con desprecio de toda modestia, como restauradores de la Iglesia, y en apretada falange asaltan con audacia todo cuanto hay de más sagrado en la obra de Jesucristo, sin respetar ni aun la propia persona del divino Redentor, que con sacrílega temeridad rebajan a la categoría de puro y simple hombre.”

El sacerdote es la cara visible de la Iglesia pero no es el magisterio de la Iglesia. Ellos son servidores y no legisladores.

Debemos aprender a distinguir entre las opiniones y gustos personales de un sacerdote con las enseñanzas de la Iglesia. ¿Cómo podemos saber cuáles son las enseñanzas de la Iglesia?

De muchas maneras, pero para los católicos de “kínder” yo diría que básicamente con el catecismo.

Cuando una persona está comprando un computador y tiene dos alternativas para escoger, debería pedir al vendedor los manuales de las máquinas. Manuales en mano, procedería a comparar cada una de las diferentes especificaciones de uno contra el otro. La velocidad de uno contra la del otro. La memoria de uno contra la del otro. Las funciones especiales de uno contra las del otro. Con el entendimiento de las diferencias entre las dos máquinas, poseería la información necesaria para tomar la decisión de compra basado en un criterio técnico y no uno subjetivo como el empaque o el color.

Una persona adulta que no pertenece a ninguna iglesia y quiere buscar una a la cual adherirse, debería pedir a cada una de ellas su catecismo. Catecismo en mano, puede determinar qué es lo que enseña cada una de ellas. Que es lo que cada iglesia cree y no cree. En que se hace diferente una de la otra. En ese momento tendría la información necesaria para tomar una decisión. El tipo de música, la decoración del templo, el tipo de personas que atienden los templos, etc., no deberían ser los criterios que determinen a que iglesia vincularse.

Una iglesia que no posea un catecismo escrito, siguiendo nuestro ejemplo, debería darnos la misma confianza que nos daría un computador que no posea un manual.

 

Del Catecismo Romano al actual

El día 13 de abril de 1546 se propuso a los Padres del Concilio Tridentino[2] un proyecto de decreto sobre la publicación de un catecismo en latín y en lengua vernácula, para la instrucción de los niños y de los que ignoraban las enseñanzas de la Iglesia.

Estas enseñanzas son los pilares sobre los que se fundamenta nuestra Iglesia. Aprobada esta moción por la mayoría de los padres, se decretó que se redactará y que sólo se consignaran en él los temas considerados como fundamentos de nuestra Iglesia.

Así nació nuestro primer catecismo oficial de la Iglesia, publicado en 1566 bajo el papado de Pio V y llevó el nombre de Catecismo Romano.

En su introducción expone los motivos y razones que dieron a su encargo:

“Aunque es cierto que muchos, animados de gran piedad y con gran copia de doctrina se dedicaron a este género de escritos, creyeron los Padres sería muy conveniente que por autoridad del Santo Concilio se publicara un libro con el cual los Párrocos, y todos los demás que tienen el cargo de enseñar, pudiesen presentar ciertos y determinados preceptos para la instrucción y edificación de los fieles, a fin de que, como es uno el Señor, y una la fe, así también sea uno para todos el método y regla de instruir al pueblo cristiano en los rudimentos de la fe, y en todas las prácticas de la piedad.

Siendo, pues, muchas las cosas pertenecientes a este objeto, no se ha de creer que el Santo Concilio se haya propuesto explicar con sutileza en solo este libro todos los dogmas de la fe cristiana, lo cual suelen hacer aquellos que se dedican al magisterio y enseñanza de toda la religión, porque esto, es evidente que sería obra de inmenso trabajo, y nada conducente a su intento, sino que proponiéndose el Santo Concilio instruir a los Párrocos, y demás sacerdotes que tienen cura de almas en el conocimiento de aquello que es más propio de su ministerio y más acomodado a la capacidad de los fieles, sólo quiso se propusieran las que pudiesen ayudar en esto al piadoso estudio de aquellos pastores que están menos versados en las controversias dificultosas de las verdades reveladas.”

Como vemos, su objetivo es condensar en un lenguaje comprensible para todas las edades, que es lo que creemos y porque creemos en lo que creemos. Por muchos siglos fue utilizado como única guía para la enseñanza de nuestra religión, con el paso del tiempo y buscando actualizarse a los tiempos, otros catecismos hicieron su aparición, como el Butler publicado en 1775, o el de San Pio X de 1905 que resumía y actualizaba el lenguaje del Romano, o el Holandés publicado en 1966.

Una de las tareas fundamentales del Concilio Vaticano II[3] era la de hacer más accesible la doctrina de la Iglesia “con toda su fuerza y belleza” a todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo. En él se empieza a plantear la posibilidad de escribir un nuevo catecismo.

No sería sino hasta el sínodo de 1985 cuando se analizaban los primeros 20 años del Vaticano II, que se ordenó la redacción de un nuevo catecismo Universal que respondiera al grave diagnostico al que había llegado el sínodo: “Por todas partes en el mundo, la transmisión de la fe y de los valores morales que proceden del evangelio a la generación próxima (a los jóvenes) está hoy en peligro. El conocimiento de la fe y el reconocimiento del orden moral se reducen frecuentemente a un mínimo. Se requiere, por tanto, un nuevo esfuerzo en la evangelización y en la catequesis integral y sistemática”.

El 11 de octubre de 1992 se publicó el nuevo catecismo en francés y después de una profunda revisión, el 15 de agosto de 1997 ve la luz el catecismo en latín, con el nombre de Catecismo de la Iglesia Católica[4] y que sería la fuente para las traducciones a los diferentes idiomas tal y como lo conocemos hoy.

Contenido del catecismo

Para los que les resulta novedosa la existencia de este material tan importante en nuestra vida como católicos, voy a enumerar en términos generales su contenido.

En la primera parte se desglosa lo que se denomina La Profesión de la Fe. En él se desarrollan las diferentes formas que tienen los hombres de conocer a Dios, de como Dios se ha revelado y de las fuentes de revelación tales como la Sagrada Tradición y las Sagradas Escrituras. Luego desglosa frase por frase el credo de los apóstoles, profundizando en el origen de cada una de las creencias que en él se enumeran.

En la segunda parte trata Los Sacramentos de la Fe. Expone en detalle la liturgia en cuanto a su fuente y finalidad. Desarrolla el quién, cómo, cuándo y dónde se celebra la liturgia. Luego describe con bastante profundidad los siete sacramentos de nuestra fe.

La tercera parte presenta La Vida de la Fe. Trata de la dignidad del hombre y de la moralidad de sus actos. Habla sobre las virtudes humanas, el pecado y su distinción entre mortal y venial, de su participación en la vida comunitaria y la justicia social. Luego lista y desarrolla los diez mandamientos de la ley de Dios.

En la cuarta parte se desarrolla La Oración en la Vida de la Fe. Expone las diferentes formas de orar y las diferentes clases de oración. Nos habla sobre los obstáculos a vencer en nuestra oración y de la importancia en su perseverancia. Luego desglosa frase por frase el padre nuestro, profundizando en cada una de ellas.

En resumen, cada parte presenta una introducción a manera de soporte del tema central a desarrollar y luego ahonda en el credo, los sacramentos, los diez mandamientos y el padre nuestro.

Todos y cada uno de los temas que son tratados en este catecismo tienen su origen en las Sagradas Escrituras y en la Sagrada Tradición. Así que contrario a cómo piensan algunas personas, el catecismo no es una adición “humana” a la revelación Divina de las Escrituras, sino más bien su interpretación y desarrollo usando la razón y la guía del Espíritu Santo.

Los católicos contamos con una gran herramienta escrita y al alcance de todos, que nos permite discernir y distinguir entre una opinión o gusto personal de un sacerdote y las verdades fundamentales que nos enseña nuestra Santa Madre Iglesia, en ejercicio del mandato que dejó nuestro Señor Jesucristo a sus apóstoles: “Vayan por todo el mundo y anuncien a todos el evangelio” Marcos 16:15.

 

 


[1] La Carta Encíclica MUSICAE SACRAE del 25 de diciembre de 1955 busca poner orden al tema de la música dentro de la Iglesia. Posteriormente la constitución SACROSANCTUM CONCILIUM sobre la Sagrada Liturgia promulgada en Roma el 4 de diciembre de 1963 en su artículo 120, detalla las pautas de los instrumentos musicales usados durante la celebración de la Sagrada Liturgia.

[2] El Concilio de Trento fue un concilio ecuménico de la Iglesia católica romana desarrollado en períodos discontinuos durante 25 sesiones, entre el año 1545 y el 1563. Tuvo lugar en Trento, una ciudad del norte de la Italia actual.

[3] XXI concilio ecuménico. Fue convocado por el papa Juan XXIII en 1962 y clausurado por el papa Paulo VI en 1965.

[4] En latín “Catechismus Catholicae Ecclesiae”, representado como “CCE” en las citas bibliográficas.

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APÉNDICE A – Quién es Dios y quién no es Dios

Una de las primeras oraciones que aprendí en mi infancia fue el credo de los apóstoles. Uno de sus apartes dice: «[…] al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre, todopoderoso […]». Recuerdo que siempre que la repetía, me imaginaba la escena de dos personajes —Padre e Hijo—, vestidos cada uno con túnica blanca y cinturón dorado, barba blanca, una nube muy grande a sus pies y otras a su alrededor, rodeados de ángeles regordetes que tocaban un instrumento parecido a un arpa pequeña; sentados en una silla de oro con incrustaciones de piedras preciosas, mirando hacia abajo todo el día. Ellos, arriba en el espacio azul y nosotros, en la Tierra. Al Padre lo imaginaba como a Santa Claus, algo gordo, de ojos azules, pelo cano, siempre sonriente, del tamaño de un gran gigante y definitivamente, de tez blanca. Su silla la imaginaba más grande e imponente que la del hijo. Y al hijo, sentado a su derecha, lo imaginaba como al actor inglés Robert Powell, quien interpretó a Jesús en 1977 en la famosa película de Franco Zeffirelli[1]Jesús de Nazareth. Lo imaginaba, por alguna razón, de pelo cano, aunque en la película lo tenía castaño.

Ya en mi edad adulta, después de hablar con la gente, he venido a descubrir que muchos tienen esa misma imagen de Dios y de su Hijo después de su ascensión a los cielos. Así como sucede con la radio, que deja a la imaginación la tarea de darle un rostro y un cuerpo a la voz que sale del aparato, tendemos a hacer lo mismo con Dios, queremos darle un rostro y un cuerpo. El Evangelio de Mateo (3,17) dice: «Se oyó entonces una voz del cielo que decía: “Este es mi Hijo amado, a quien he elegido”». ¿Cómo son el rostro y el cuerpo de Dios? ¿Cómo es? ¿Quién es?

En su libro La cabaña, Paul Young recrea el encuentro sanador entre un hombre cuya pequeña hija murió a manos de un asesino en serie y la Santísima Trinidad. Entre las novedades del libro está la forma que el autor le dio a cada una de las personas de la Trinidad: al Padre lo caracterizó como una mujer afroamericana, al Espíritu Santo, como una asiática y al Hijo, como un judío varón. El libro fue llevado al cine en el 2017. Octavia Spencer[2] interpretó al Padre (en la película es llamada cariñosamente «papa»). Tener una imagen de Dios ha inquietado a la mente humana desde que tenemos registros de su existencia.

A la pregunta «¿quién es Gabriel García Márquez?» se contesta que fue un escritor colombiano, premio nobel de literatura en 1982, autor de importantes novelas como Cien años de soledadCrónica de una muerte anunciada y La mala hora, entre otras; autor de cuentos como La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada y Los funerales de la Mamá Grande, entre muchos otros. Vivió hasta los ochenta y siete años. Murió en la ciudad de México, lugar que lo albergó durante sus últimos años de vida, a causa de un cáncer linfático. Cuando se pregunta cómo era Gabriel García Márquez, se puede contestar que era una persona muy talentosa, de gran humor, que siempre hacía sonreír a sus amigos, un buscador incansable de la concordia y la armonía, alguien que, sin ocultar sus ideas socialistas, se mantuvo alejado de la política. Fiel y leal a sus principios, consideraba la amistad como uno de los grandes regalos de la vida, que había que conservar a toda costa. ¿Cómo era físicamente? Tenía pelo crespo, de cara redonda, pómulos sobresalientes, cejas muy pobladas y un bigote bastante tupido que resaltaba aún más su permanente sonrisa. Tenía una frente ancha y despejada, nariz corva, y una piel clara que contrastaba con sus ojos marrones.

Esas son las preguntas clásicas que formulamos cuando nos interesa conocer a una persona. Queremos conocer su nombre, origen, principales rasgos físicos, carácter e intelecto, obras y legado. Es natural que queramos saber lo mismo con respecto a Dios.

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APÉNDICE A – ¿Cuál es el nombre de Dios?

Después que Moisés dejó atrás a su familia real adoptiva y abandonó la tierra de Egipto, se refugió en la región de Madián. Allí conoció a quien sería su esposa, Zipora, hija de Jetro. En esa región aprendió y ejerció el oficio de pastor de ovejas y se hizo cargo de los rebaños de su suegro. Cuarenta años después, mientras cuidaba las ovejas en la montaña de Horeb, se percató de un arbusto en llamas que no se quemaba. Al acercarse, una voz lo llamó por su nombre y le ordenó que se quitara las sandalias, ya que la tierra que él pisaba era santa. La voz se presentó como el Dios de sus antepasados, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, y luego le encomendó la misión de sacar al pueblo israelita de Egipto para llevarlo a tierras de libertad. Al finalizar, y como quien se pone a pensar qué más necesita saber antes de comenzar la misión, Moisés cayó en la cuenta de un asunto importante y le dijo: «[…] El problema es que si yo voy y les digo a los israelitas: “El Dios de sus antepasados me ha enviado a ustedes”, ellos me van a preguntar: “¿Cómo se llama?”. Y entonces, ¿qué les voy a decir?» (Éxodo 3,13). Moisés, que vivía en un lugar donde se adoraba a los dioses del sol, el fuego, la luna, la muerte, etc., quería saber, de entre tantos, quien era él, a lo que Él le contestó: «[…] Yo Soy el que Soy[3]. Y dirás a los israelitas: Yo Soy me ha enviado a ustedes» (Éxodo 3,14). Otras traducciones dicen «[…] Yo Soy el que Soy. De este modo, dijo, dirás a los hijos de Israel: El que Es me ha enviado a vosotros».

Dios se abstuvo de decirle a Moisés un nombre como el que poseen todas las cosas que conocemos (silla, mesa, luna, tigre, Carlos, etc.), o como el que tenían los dioses que él conocía (Rá, dios del sol; Ámon, dios de todos los dioses; Toth, dios de la luna; Hathor, diosa del amor y la alegría). «Yo Soy el que Soy» no era su nombre, era más bien una indicación de su naturaleza: Él Es.

Entonces, ¿cómo nos vamos a referir a Él si no quiso dar su nombre? En el hebreo antiguo no se usaban las vocales en la escritura, por lo que las consonantes que se escribieron en el Pentateuco fueron yod-hei-vav-hei que se pronunciaba iajuéj. Al traducirse al latín, las letras que quedaron fueron yhwh, y en español se tradujeron como Yahvé. En la Edad Media, los judíos masoretas (quienes reemplazaron a los escribas de la época de Jesús) tomaron las vocales de las palabras Elohin, que significa «Dios fuerte», y Edonay, que significa «El Señor», y las mezclaron con Yahvé. Así, obtuvieron la palabra «YeHoWiH», que dio lugar al vocablo «Jehová», nombre adoptado por la mayoría de las biblias protestantes para referirse a Dios. No olvidemos que estos son nombres que creamos los humanos, y no nombres revelados.

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APÉNDICE A – ¿Quién creó a Dios?

Esta pregunta la ha pensado, la está pensando o la pensará la mayoría de las personas que cree en la existencia de Dios o del Creador. ¿Quién creó al Creador? ¿Quién creó a Dios? Esta pregunta puede parecer válida, y gramaticalmente, desde el punto de vista sintáctico, está bien formulada. Pero la verdad es que no tiene sentido. No todas las preguntas, por más que estén expresadas correctamente, tienen sentido. «¿Te acuerdas de lo que comiste ayer?» es gramaticalmente correcta y tiene lógica, pero «¿te acuerdas de lo que moriste ayer?» no la tiene. Las dos preguntas conservan la misma estructura sintáctica, ya que solamente estoy cambiando la palabra «comiste» por «moriste». Pero la segunda pregunta es ilógica. «Lo que comiste» tiene un sentido claro y se puede referir específicamente a una cosa, por ejemplo, una ensalada, pero «lo que moriste» no tiene sentido. Veamos otros ejemplos como «¿Cuántos metros tiene un litro de agua?». Nuevamente, esta pregunta es correcta sintácticamente, pero es absurda, ya que los volúmenes no tienen la propiedad lineal que nos permitiría medirlos con un metro. «¿Cómo hago para no olvidar esos lugares donde nunca he estado?», «¿cómo es un triángulo con cuatro ángulos?» son también preguntas ilógicas, ya que implican una contradicción.

Si alguien pregunta «¿quién creó a Dios?», realmente está preguntando «¿quién creó a dios[4]?». La respuesta pertinente sería que a dios lo creó Dios, porque, si ese dios fue creado, quien lo creó es Dios (el que crea tiene mayor potestad que lo creado). ¿Qué quiero decir con este juego de minúsculas y mayúsculas? Que, al Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, al Dios al que Jesús se refiere como su Padre, al Dios del Génesis que crea el universo y todo lo que hay en él nadie lo creó, porque precisamente ese es el significado de Dios, con mayúscula; Él simplemente es. Por eso nos referimos a Él como Dios. Ya que no fue creado, Él es la causa de todo, es la causa de todas las causas. Él es eterno. Allí está precisamente la contradicción de la pregunta, en suponer que fue creado.

Todas, absolutamente todas las cosas que existieron, existen y existirán poseen una propiedad que se llama la «contingencia». Esta es la propiedad que tienen las cosas de existir o no. Yo soy un ser contingente porque existo, pero también podría no haber existido, en cuyo caso usted no estaría leyendo este libro, sino otro. La puerta de su casa es contingente, ya que existe, pero también podría no haber existido. En ese caso, usted tendría otra. El sol es una estrella contingente porque existe, pero podría no haber existido, en cuyo caso nosotros tampoco existiríamos, pero el resto del universo sí. Dios no posee esta propiedad porque Él siempre ha existido: Él es «necesario», que es lo opuesto a «contingente». Si lo «contingente» es lo que «podría» o no existir, lo «necesario» es lo que sabemos que «tiene que» existir. En su exposición de las cinco vías para demostrar la existencia de Dios, Santo Tomás de Aquino se refiere a Dios como la primera causa[5]. Tiene que haber un ser no contingente que sea causa de todo lo contingente. Es decir que, si existimos nosotros (o porque existimos) —lo contingente—, Dios —que es necesario— no puede no existir.

Así que cuando alguien pregunta «¿quién creó a Dios?», está suponiendo que Dios es contingente, y eso es una contradicción, ya que Él es necesario. Qué contestaría si alguien le pregunta «¿cuál es la comida más rica que nunca ha probado?». Esa pregunta no tiene respuesta porque contiene una contradicción. Lo mismo ocurre con «¿quién creó a Dios?».

Hay que tener mucho cuidado con las preguntas que llevan en sí mismas una contradicción, porque conozco a varios cristianos que cuestionan sus creencias después de escuchar ese tipo de interrogaciones. ¿Recuerda la famosa pregunta «¿puede Dios crear una piedra tan pesada que ni Él mismo pueda levantarla?»? El principal error de esa pregunta está en la manera de entender la omnipotencia. La omnipotencia no se define como la capacidad de hacer cualquier cosa, incluido lo que es lógicamente absurdo. Es como pedirle a Dios que cree un cuadrado de tres ángulos[6] o a un muerto vivo. Un cuadrado de tres ángulos y un muerto vivo son conceptos contradictorios en sí mismos, que no deben poner en duda el poder de Dios. Lo mismo ocurre con la piedra inamovible. Esto es un absurdo en sí mismo. Ser conscientes de ello destruye el malicioso propósito que busca quien formula la pregunta, que no es otro que poner en duda la omnipotencia de Dios.

Lo mismo ocurre con la pregunta «¿qué hacía Dios antes de la creación del universo?». San Agustín contestaba que Él estaba preparando el infierno para los que se lo preguntaran. Nuevamente, esta pregunta no puede ser respondida, ya que el tiempo comenzó a existir cuando Dios creó el universo. La expresión «antes de» solo tiene sentido en un contexto en que el tiempo existe, y antes de la Creación, el tiempo no existía.

jesus

APÉNDICE A – ¿Cómo es físicamente Dios?

Yuri Gagarin fue el primer ser humano en viajar al espacio exterior. Lo hizo el 12 de abril de 1961 a bordo de la nave rusa Vostok 1. Tiempo después, el entonces secretario general del Partido Comunista, Nikita Jrushchov[7], dijo lo siguiente en un discurso dirigido al pleno del comité: «Gagarin voló al espacio, pero no vio ningún dios allí». Yo también, en una etapa temprana de mi vida, compartí esa ilusión de poder ver a Dios de alguna forma, ya fuera con un súper-telescopio o gracias a que algún afortunado astronauta se lo encontrara en algún lugar por allá afuera y nos contara de su anatomía. Sin embargo, el comentario de Nikita, líder de una potencia mundial, buscaba ofrecer una prueba concluyente de que Dios no existía.

La mitología griega[8] es tal vez la mitología antigua que nos resulta más familiar: Zeus, Crono, Poseidón, Urano, Hades, Eros, etc., eran los dioses que lo gobernaban todo. Tras la batalla con los Titanes, Zeus se repartió el mundo con sus hermanos mayores, Poseidón y Hades, echándoselo a suertes. Él consiguió el cielo y el aire; Poseidón, las aguas y Hades, el mundo de los muertos. Para los griegos de esa época, sus dioses no solo tenían nombres, sino que poseían forma humana y actuaban como tal. Se casaban entre ellos y daban a luz a otros dioses que desempeñaban diferentes roles en la vida de los humanos. Curiosamente, poseían las mismas debilidades de los hombres: se encolerizaban, hacían pataletas, se enamoraban de quien no debían, se traicionaban y sufrían las demás pasiones propias de la vida humana.

Así que no es extraño que un cristiano se pregunte por la forma física de Dios. Como lo dije anteriormente, yo lo hacía muy frecuentemente antes que mi concepto del Padre madurara. Sabemos de Dios lo que Él nos ha revelado, y en cuanto a su naturaleza, nos ha dicho que es espíritu (Juan 4,24); que no es un ser natural, sino sobrenatural. Es por ello que la tradición católica se ha negado a referirse a Dios como un ser, como un ente supremo que está por encima de todas las cosas, porque Él simplemente es. En el latín de Santo Tomás de Aquino, se lo define como ipsum esse subsistens: Dios tiene su ser por sí mismo en virtud de la perfección de su esencia, a diferencia del resto de las criaturas, que reciben su ser (existencia) de otro. Dios es el mismo ser, el ser absoluto, el ser que subsiste por sí mismo. Según la gramática hebrea, «Yo Soy el que Soy» significa ‘yo soy aquel que estaba, que está y que estará’. Significa, entonces, «el que existe por sí mismo»; es decir, que no fue creado, como se explicó anteriormente.

En su primer capítulo, el libro del Génesis nos dice: «Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza […]» (Génesis 1,26). ¿Cabe entonces decir que, si somos su imagen, Él también posee piernas, brazos, ojos, etc.? La respuesta es no. Fuimos hechos a su imagen, pues nos infundió un alma a imagen de Él. Esto nos lo revela el Génesis (2,7): «Entonces Dios el Señor formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente». Podemos crear porque Él es creador, podemos amar porque Él es amor, podemos perdonar porque Él es perdón, podemos ser fieles porque Él es fidelidad, podemos ser pacientes porque Él es paciencia, etc. Todas estas son manifestaciones de nuestra alma como imagen de Dios, y nos hacen diferentes del resto de su Creación. Dios nos pone aparte del mundo animal y nos capacita para ejercer el dominio sobre todas las demás criaturas y tener comunión con Él. Se trata de una «semejanza» mental, moral y social.

Mental, porque fuimos creados racionales y con voluntad propia; es decir, podemos razonar y elegir. Esto es reflejo de la inteligencia y la libertad de Dios. Cada vez que alguien hace algo bueno, compone una obra, escribe un poema, descubre una medicina, resuelve un problema de matemáticas, esa persona vive la imagen de Dios en ella.

Moral, porque fuimos creados en justicia y perfecta inocencia, reflejo de la santidad de Dios. Al terminar cada día de la Creación, Él veía todo y lo llamaba «muy bueno». Cada vez que alguien hace buen uso de un recurso, escribe una ley justa, denuncia la injusticia, se aleja del mal, se siente culpable de algo que hizo mal, está manifestando la imagen de Dios en él.

Social, porque fuimos creados para la convivencia, reflejo de la trinidad de Dios y su amor. La primera relación que tuvo el hombre fue con Dios, quien luego le dio a la mujer por compañera, porque «no es bueno que el hombre esté solo […]» (Génesis 2,18). Cada vez que alguien da un abrazo, ayuda a alguien, se casa, hace una oración, alimenta al prójimo, está proclamando la imagen de Dios en él.

Ahora, no olvidemos que Dios es Uno y Trino, es decir, tres personas distintas en un solo Dios verdadero: Padre, Hijo y Espíritu Santo. En el pasaje de la visita de Dios a Abraham, vemos a los tres en forma humana:

El Señor se le apareció a Abraham junto al encinar de Mamré, cuando Abraham estaba sentado a la entrada de su tienda, a la hora más calurosa del día. Abraham alzó la vista, y vio a tres hombres de pie cerca de él. (Génesis 18,1-2)

En esta ocasión, solo Abraham y su esposa Sara tuvieron la oportunidad de verlos en dicha forma. Pero miles de personas vieron al Hijo cuando se encarnó en el hijo de José y María y habitó entre nosotros por cerca de treinta y tres años:

Aquel que es la Palabra se hizo hombre y vivió entre nosotros. Y hemos visto su gloria, la gloria que recibió del Padre, por ser su Hijo único, abundante en amor y verdad. (Juan 1,14)

En otras oportunidades, el Espíritu Santo se hizo visible en forma de paloma (Mateo 3,16), y también en lenguas de fuego (Hechos de los Apóstoles 2,3). Pero esto no quiere decir que ellos tengan esas «formas». Dios Trino ha escogido estas representaciones terrenas para interactuar con nosotros, sirviendo un propósito específico y, en todo caso, actuando para nuestra conveniencia y como expresión de su amor por nosotros.

hijo prodigo

APÉNDICE A – ¿Cómo son el carácter y el intelecto de Dios?

El evangelista Juan dice en su primera carta: «El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor» (1 Juan 4,8). Nótese que no dice que tiene mucho amor, o que es su máxima expresión, o que es el más grande amor que jamás haya existido; dice que ¡es amor! Por favor, deténgase unos instantes y digiera esto que nos dicen las Escrituras: Él es el amor mismo. También sabemos que Dios es infinito, es decir, que es ilimitado. Todo lo creado es finito, tiene límites, por más grande que pueda ser. Hay una cantidad determinada de agua de los mares, la energía del átomo tiene cierta magnitud, el calor del sol solo puede alcanzar una temperatura dada. Pero Dios no tiene límites de ninguna clase. Que Dios sea infinitamente perfecto significa que no hay nada bueno, deseable o valioso que no lo tenga Dios; además, Él lo posee en grado absolutamente ilimitado. Las perfecciones de Dios son Dios mismo o, como se diría en teología, son de su misma sustancia. Esto significa que, para ser exactos, no deberíamos decir «Dios es bueno», sino «Dios es Bondad»; tampoco «Dios es sabio», sino «Dios es Sabiduría», etc.

Pero Dios también es otras cosas: es omnisciente (Salmo 139,1-16), —todo lo sabe—; es benevolente (1 Juan 4,8) —desea solo el bien—; es omnipotente (Job 40,1) —todo lo puede—; es omnipresente (Salmo 139,7-10) —está presente en todas partes al mismo tiempo—; es inmutable (Salmo 101,28; Apocalipsis 1,8)  —no está regido por el tiempo, por lo que no experimenta ningún tipo de cambio—; es uno y único (Deuteronomio 32,39; Isaías 45,5).

La Biblia entera nos habla de todos estos atributos de Dios, poniendo de manifiesto un Padre amoroso que nos ama infinitamente, que nos conoce como ninguno, que está siempre y en todo lugar con nosotros y que, sin importar lo que hagamos, nos ama igual. Barry Adams[9] publicó una página en Internet[10] llamada Father’s Love Letter en enero de 1999. Allí, después de escoger diferentes pasajes de las Sagradas Escrituras, compuso una carta del Padre a nosotros sus hijos:

Mi hijo, puede que tú no me conozcas, pero Yo conozco todo sobre ti (Salmos 139,1). Yo sé cuándo te sientas y cuando te levantas (Salmos 139,2). Todos tus caminos me son conocidos (Salmos 139,3). Aun todos los pelos de tu cabeza están contados (Mateo 10,29-31). Porque tú has sido hecho a mi imagen (Génesis 1,27). En mí tú vives, te mueves y eres (Hechos 17,28). Porque tú eres mi descendencia (Hechos 17,28). Te conocí aun antes de que fueras concebido (Jeremías 1,4-5). Yo te escogí cuando planeé la Creación (Efesios 1,11-12). Tú no fuiste un error, porque todos tus días están escritos en mi libro (Salmos 139,15-16). Yo he determinado el tiempo exacto de tu nacimiento y dónde vivirías (Hechos 17,26). Tú has sido creado de forma maravillosa (Salmos 139,14). Yo te formé en el vientre de tu madre (Salmos 139,13). Yo te saqué del vientre de tu madre el día en que naciste (Salmos 71,6). Yo he sido mal representado por aquellos que no me conocen (Juan 8,41-44). Yo no estoy enojado y distante, soy la manifestación perfecta del amor (1 Juan 4,16). Y es mi deseo gastar mi amor en ti simplemente porque tú eres mi hijo y Yo, tu padre (1 Juan 3,1). Te ofrezco mucho más que lo que tu padre terrenal podría darte (Mateo 7,11). Porque Yo soy el Padre Perfecto (Mateo 5,48). Cada dádiva que tú recibes viene de mis manos (Santiago 1,17). Porque Yo soy tu proveedor, quien suple tus necesidades (Mateo 6,31-33). El plan que tengo para tu futuro está siempre lleno de esperanza (Jeremías 29,11). Porque Yo te amo con amor eterno (Jeremías 31,3). Mis pensamientos sobre ti son incontables como la arena en la orilla del mar (Salmos 139,17-18). Me regocijo sobre ti con cánticos (Sofonías 3,17). Yo nunca pararé de hacerte bien (Jeremías 32,40). Porque tú eres mi tesoro más precioso (Éxodo 19,5). Yo deseo afirmarte dándote todo mi corazón y toda mi alma (Jeremías 32,41). Yo quiero mostrarte cosas grandes y maravillosas (Jeremías 33,3) Si me buscas con todo tu corazón, me encontrarás (Deuteronomio 4,29). Deléitate en Mí y te concederé las peticiones de tu corazón (Salmos 37,4). Porque Yo soy el que produce tus deseos (Filipenses 2,13). Yo puedo hacer por ti mucho más de lo que tú podrías imaginar (Efesios 3,20). Porque Yo soy tu mayor alentador (2 Tesalonicenses 2,16-17). Yo también soy el Padre que te consuela durante todos tus problemas (2 Corintios 1,3-4). Cuando tu corazón está quebrantado, Yo estoy cerca de ti (Salmos 34,18). Así como el pastor carga a un cordero, Yo te cargo a ti cerca de mi corazón (Isaías 40,11). Un día, Yo te enjugaré cada lágrima de tus ojos y quitaré todo el dolor que hayas sufrido en esta tierra (Apocalipsis 21,3-4). Yo soy tu Padre, y te he amado como a mi hijo, Jesús (Juan 17,23). Porque en Jesús, mi amor hacía ti ha sido revelado (Juan 17,26). Él es la representación exacta de lo que Yo soy (Hebreos 1,3). Él ha venido a demostrar que Yo estoy contigo, no contra ti (Romanos 8,31). Y también a decirte que Yo no estaré contando tus pecados (2 Corintios 5,18-19). Porque Jesús se murió para que tú y Yo pudiéramos ser reconciliados (2 Corintios 5,18-19). Su muerte ha sido la última expresión de mi amor hacía ti (1 Juan 4,10). Por mi amor hacia ti haré cualquier cosa que gane tu amor (Romanos 8,31-32). Si tú recibes el regalo de mi Hijo Jesús, tú me recibes a Mí (1 Juan 2,23). Y ninguna cosa te podrá a ti separar otra vez de mi amor (Romanos 8,38-39). Vuelve a casa y participa de la mayor fiesta celestial que nunca has visto (Lucas 15,7). Yo siempre he sido Padre, y por siempre seré Padre (Efesios 3,14-15). La pregunta es ¿quieres tú ser mi hijo? (Juan 1,12-13). Yo estoy esperando por ti (Lucas 15,11-32).[11]

Habiendo enumerado algunos de los atributos del carácter de Dios, nos resulta más fácil entender esa hermosa frase de Jesús narrada por el evangelista Mateo (7,11): «Pues si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más su Padre, que está en el cielo, dará cosas buenas a quienes se las pidan!».

creacion

APÉNDICE A – ¿Cuáles son las obras y el legado de Dios?

Entendiendo al Creador como el que es capaz de sacar algo de la nada (que es realmente la definición de crear, que no es sinónima de hacerproducirtransformarconvertir, etc.), las obras de Dios son todo el mundo visible e invisible, es decir, toda la Creación, incluyéndolo a usted.

Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento declara lo que sus manos han hecho. Un día le cuenta a otro este mensaje, y cada noche a la siguiente. No se escucha lenguaje ni palabras, ni se emite una voz que podamos oír. Sin embargo, su voz atraviesa el mundo entero, sus palabras llegan al último rincón de la tierra. Dios le ha dado al sol el cielo como hogar. Y como cuando sale un novio de la alcoba nupcial, o como cuando un atleta se dispone a recorrer su camino, así sale feliz el sol para hacer su recorrido. Comienza su carrera en un punto del cielo y hace todo su recorrido hasta llegar al final; nada en la tierra puede escapar de su calor. (Salmo 19,1-6)

Yo no sé si le ha pasado que, por un motivo u otro, ha sido invitado a la casa de una persona que no conoce, que nunca ha visto, y, cuando usted llega y la recorre, puede determinar muchos rasgos de su anfitrión observando el estilo de decoración y otras características del lugar. Si la casa está sucia y desordenada, o si, por el contrario, está limpia y todo está en su lugar, qué cuadros adornan las paredes, qué música está sonando en la radio, qué programa está viendo en la televisión, qué libros hay en la biblioteca, si los hay, etc. Sin temor a equivocarse, usted siente que puede determinar en cierto grado la personalidad del propietario. Igual nos pasa con nuestro Creador, ya que en realidad somos invitados de honor en esta casa llamada Tierra. ¿Qué podemos decir de Él observando nuestro alrededor? Definitivamente, que es muy generoso, todo lo hizo en abundancia: los mares, las estrellas, la nieve, los peces, los árboles, los insectos, las aves, los colores, los olores, los sabores, etc. Todo es abundante, incluso los diamantes que, por ser tan costosos, se presume que existen en un número limitado, pero lo cierto es que llevamos cientos de años haciendo huecos profundos y los seguimos encontrando. Podemos decir que es sumamente creativo: basta ver toda la variedad de la naturaleza: hormigas, estrellas, elefantes, pulpos, cometas, ballenas, nieve, águilas, cataratas, cuevas, libélulas, océanos, lombrices, tigres, frutas, rosas, esmeraldas, volcanes, cotorras, vegetales, estalactitas, árboles, glaciares, mariposas, ríos, lluvias, perros, el hombre, etc. Toda esta variedad de formas; destrezas; tamaños; maneras de moverse, de alimentarse, de reproducirse, de adaptarse y de hacerse notar, de contribuir, de destruir, de iluminar, de absorber, de expulsar; en fin, su creatividad supera cualquier lista que desee hacerse. También podemos decir que es sumamente paciente: basta mencionar el caso de una estrella que toma millones de años en formarse para que, cuando dirijamos nuestra mirada al firmamento, lo veamos elegantemente adornado con esos puntos de luz y digamos: «¡qué cielo tan estrellado!». Le encanta la variedad. Pensó que el pescado nos habría de servir como fuente de alimentación, pero no nos lo dio de una sola clase —que igual nos alimentaría—, sino que nos dio millones de variedades. Pensó que los árboles serían los encargados de reciclar el aire y aportarnos la madera; pero no hizo una sola clase, sino millones de diferentes variedades. Lo mismo hizo con las manzanas, pues hay cientos de clases diferentes. ¡Y qué decir del hombre!: a pesar de que todos tenemos ojos, nariz, boca, orejas, pelo, color de piel y forma de la cara, no vemos dos rostros iguales.

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APÉNDICE A – Quién no es Dios

Dios no es uno más de esos dioses que la imaginación de los antiguos escritores concibió y que se encuentran en lo que se conoce como «mitología», dioses que poseían los mismos defectos y cualidades que nosotros los humanos. Ellos sentían celos, rabia, envidia, rencor, mentían y también eran capaces de ser amorosos, generosos, compasivos. Podían estar de buen o mal humor según las circunstancias particulares del momento. Algunas veces se aburrían de sus rutinas y se daban una vuelta por la Tierra, y en varias oportunidades fueron seducidos por la belleza de las mujeres y tuvieron relaciones con varias de ellas, con lo que traicionaron a sus esposas «celestiales».

Dios no es ese guerrero violento que quiere imponer su verdad a punta de guerras y destrucción, como el dios que algunos grupos invocan pretendiendo que la violencia es lo que Él les ordena.

Dios no es ese dios policía que se esconde detrás de cada uno de nosotros para sorprendernos haciendo cosas consideradas malas, desde el punto de vista de nuestra educación o cultura, y castigarnos o corregirnos inmediatamente como lo harían nuestros padres terrenales.

Dios no es esa energía que encontramos manifiesta de diversas maneras en la naturaleza, que nos brinda el alimento corporal y espiritual.

Dios no es ese titiritero que se entretiene jugando con nosotros, haciéndonos hacer cosas, enviándonos castigos en forma de enfermedades, fracasos, ruinas, etc. por lo que hemos hecho mal, o premiándonos con buena salud, dinero, fama y poder por habernos portado bien.

Dios no es un narcisista que requiere que lo estemos adorando permanentemente para que esté contento, como si condicionara su amor hacia nosotros según sea nuestro nivel de adoración.

Dios no es el dios de los «huecos». Ese dios al que el hombre le atribuía algún fenómeno de la naturaleza que era incapaz de entender o de comprender, como la lluvia, el fuego, los eclipses, etc. En la medida en que comprendimos esos vacíos o «huecos», ese dios fue perdiendo «poder» hasta que desapareció casi que por completo.

Dios no es tampoco una combinación de un poco de cada uno de los referidos anteriormente, una combinación que vamos dibujando en nuestra mente y corazón dependiendo de las experiencias que le vayan dando forma a nuestra vida. Desafortunadamente, según sea el grado de inmadurez de nuestro conocimiento de Dios, cada una de esas ideas equivocadas de Él nos lleva por el camino errado, nos desvía del que nos ha de conducir a ese Padre amoroso del que nos habló Jesús en su hermosa parábola del hijo pródigo:

Jesús contó esto también: «Un hombre tenía dos hijos, y el más joven le dijo a su padre: “Padre, dame la parte de la herencia que me toca”. Entonces el padre repartió los bienes entre ellos. Pocos días después el hijo menor vendió su parte de la propiedad, y con ese dinero se fue lejos, a otro país, donde todo lo derrochó llevando una vida desenfrenada. Pero cuando ya se lo había gastado todo, hubo una gran escasez de comida en aquel país, y él comenzó a pasar hambre. Fue a pedir trabajo a un hombre del lugar, que lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Y tenía ganas de llenarse con las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Al fin se puso a pensar: “¡Cuántos trabajadores en la casa de mi padre tienen comida de sobra, mientras yo aquí me muero de hambre! Regresaré a casa de mi padre, y le diré: Padre mío, he pecado contra Dios y contra ti; ya no merezco llamarme tu hijo; trátame como a uno de tus trabajadores”. Así que se puso en camino y regresó a la casa de su padre.

Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y sintió compasión de él. Corrió a su encuentro, y lo recibió con abrazos y besos. El hijo le dijo: “Padre mío, he pecado contra Dios y contra ti; ya no merezco llamarme tu hijo”. Pero el padre ordenó a sus criados: “Saquen pronto la mejor ropa y vístanlo; pónganle también un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el becerro más gordo y mátenlo. ¡Vamos a celebrar esto con un banquete! Porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a vivir; se había perdido y lo hemos encontrado”. Comenzaron la fiesta.

Entre tanto, el hijo mayor estaba en el campo. Cuando regresó y llegó cerca de la casa, oyó la música y el baile. Entonces llamó a uno de los criados y le preguntó qué pasaba. El criado le dijo: “Es que su hermano ha vuelto; y su padre ha mandado matar el becerro más gordo, porque lo recobró sano y salvo”. Pero tanto se enojó el hermano mayor, que no quería entrar, así que su padre tuvo que salir a rogarle que lo hiciera. Le dijo a su padre: “Tú sabes cuántos años te he servido, sin desobedecerte nunca, y jamás me has dado ni siquiera un cabrito para tener una comida con mis amigos. En cambio, ahora llega este hijo tuyo, que ha malgastado tu dinero con prostitutas, y matas para él el becerro más gordo”.

El padre le contestó: “Hijo mío, tú siempre estás conmigo, y todo lo que tengo es tuyo. Pero había que celebrar esto con un banquete y alegrarnos, porque tu hermano, que estaba muerto, ha vuelto a vivir; se había perdido y lo hemos encontrado”». (Lucas 15,11-32)

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APÉNDICE A – Conclusión

¿Piensa que no respondí claramente quién es Dios? Lo cierto es que todas nuestras palabras y conceptos se quedan cortos al explicar quién es realmente. Él es esencialmente misterio, palabra que procede del griego muein y que significa ‘cerrar la boca’. San Agustín dijo: «Si lo entiendes, ese no es Dios»[12]. A nosotros nos resulta fácil entender las cosas que nos rodean, lo que existe en el mundo, lo que podemos ubicar en un espacio y en un tiempo. Si Juan está allá, no puedes estar acá en el mismo instante. Él es Carlos, por lo tanto, no es Roberto. Una mesa no es una silla. Esa es una montaña y ese es un pájaro. Desde niños vamos aprendiendo a conocer todo por comparación y contraste. Buscamos las cosas que nos resultan iguales y las llamamos por el mismo nombre. También aprendemos lo que hace a una cosa diferente de otra para aprender una palabra y adicionarla a la inmensa lista de cosas que conocemos. Pero con Dios no podemos hacer lo mismo. No podemos decir que ahí hay una mesa, allá hay una pared, allá está Carlos, acá estoy yo y allá está Dios. Incluso Santo Tomás de Aquino se rehusó a «clasificar» a Dios en un género; el animal, vegetal, mineral y el género de Dios, por ejemplo. No existe este género. Ni siquiera Él comparte la naturaleza de los ángeles. Ellos tienen su propio género y es diferente al nuestro.

Dios no es un «algo» más entre todas las cosas del mundo o del universo, ni siquiera es el «algo» más grande que existe. No podemos decir que este edificio es más grande que aquel otro; y que aquel otro es todavía más grande que el anterior; y que, a su vez, la Tierra es más grande que todos los edificios; pero que la galaxia es más grande que la Tierra; y que el universo es más grande que la galaxia, y que entonces Dios es más grande que el universo. Dios ni siquiera es lo más grande que existe en el universo. Dios simplemente es.

Como Dios es infinito y perfecto, ningún ser creado puede comprender plenamente su naturaleza. Él es muy diferente a todo lo que existe o ha existido. Es incomprensible, inaccesible a nuestras mentes imperfectas y limitadas. Así dice san Pablo acerca de Dios:

Al Único Soberano, Rey de Reyes y Señor de los Señores, al único inmortal, que vive en una Luz inaccesible y que ningún hombre ha visto ni puede ver, a Él sea el honor y el poder por siempre jamás. (1 Timoteo 6,15-16)

¿Comprende y entiende usted plenamente a su pareja? Si no ha logrado entenderlo o entenderla plenamente a ella, que es otra persona de carne y hueso, teniendo en cuenta que ambos usan el poder del cerebro para actuar, que comparten un código de comunicación, que han compartido gran parte de sus vidas, ¿qué diremos de Dios? El hecho de que no comprendamos ni entendamos plenamente a nuestra pareja no quiere decir que no la amemos con todo nuestro ser, con toda nuestra voluntad y con todo el corazón, que gocemos de su compañía tanto como para decidir hacer una vida en unión para el resto de nuestros días. Con Dios nos debe pasar lo mismo. La diferencia es que no hay que conquistarlo, sino que debemos dejarnos conquistar, ya que Él, al igual que el padre amoroso de la parábola narrada por san Lucas, sale siempre a nuestro encuentro, a abrazarnos y a hacernos una fiesta cuando caminamos hacia Él.

 

[1] Gian Franco Corsi Zeffirelli fue un director de cine italiano que produjo una gran cantidad de aclamadas películas, óperas y obras de teatro.

[2] Octavia Spencer (Montgomery, Alabama, 25 de mayo de 1970) es una actriz, directora, productora y guionista estadounidense de cine y televisión. Ha sido ganadora de un premio Óscar, un Globo de Oro, un bafta y tres Premios del Sindicato de Actores.

[3] En hebreo, Ehyeh Asher Ehyeh.

[4] En el cristianismo, dios, en minúscula, es un sinónimo de ‘ídolo’. En este párrafo he resaltado la inicial (mayúscula o minúscula) con negrilla para hacer énfasis en la diferencia entre el Dios cristiano y dios (ídolo).

[5] Antes de Santo Tomás de Aquino, Aristóteles, en el siglo iv a. C., fue uno de los primeros filósofos que habló de una causa primaria.

[6] En su libro Summa contra Gentiles, Santo Tomás de Aquino escribió: «Dado que los principios de ciertas ciencias, tales como la lógica, la geometría y la aritmética se derivan únicamente de los principios formales de las cosas, de los cuales depende la esencia de las cosas, entonces Dios no puede realizar acciones que sean contrarias a estos principios. Por ejemplo, a partir de una especie no se puede predecir el genus, es imposible que líneas [radios] trazadas desde el centro de una circunferencia no sean iguales, como tampoco es posible que en un triángulo la suma de sus tres ángulos internos no sea igual a dos ángulos rectos”.

[7] Dirigente de la Unión Soviética durante una parte de la Guerra Fría. Desempeñó las funciones de primer secretario del Partido Comunista de la Unión Soviética entre 1953 y 1964.

[8] La mitología griega es el conjunto de mitos y leyendas de la cultura de la Antigua Grecia que tratan de sus dioses y héroes, la naturaleza del mundo, los orígenes y el significado de sus propios cultos y prácticas rituales. El término Antigua Grecia se refiere al período de la historia que abarca desde la Edad Oscura de Grecia (entre 1200 a. C. y la época de la invasión dórica) hasta el año 146 a. C. (época de la conquista romana tras la batalla de Corinto).

[9] Cofundador de Father Heart Communications y pastor asociado del Westview Christian Fellowship.

[10] www.FathersLoveLetter.com

[11] Father’s Love Letter, con permiso de Father Heart Communications © 1999 www.FathersLoveLetter.com

[12] Si comprehendis, non es Deus.

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