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¿Qué evidencia histórica hay de la existencia de Jesús?

Muchas personas, cristianas e incluso ateas, tienen la firme convicción que Jesús solo existe dentro de la Biblia, limitando su presencia a un contexto completamente religioso.

Le he preguntado a varias personas que se autodenominan ateas o agnósticas si creen en Jesús, y todas me han contestado que no. Luego les pregunto si creen en Cleopatra, y todas me han contestado que sí.

La pregunta que hago después que me responden afirmativamente a la “existencia” de Cleopatra, es: ¿Y por qué crees en su existencia?

Me responden que por la abundante evidencia histórica de su paso por la tierra, existen muchos papiros que nos hablan de sus obras, en las paredes de las pirámides de Egipto se encuentran varias referencias a su reinado, en documentos romanos de la época también se hace mención de su período de gobierno, y muchas otras pruebas documentarias que comprueban su existencia.

De igual forma, tenemos documentos históricos que avalan la existencia de Jesús.

En el año 67 d.C. el emperador Nerón envió al general Tito Flavio Vespasiano a Palestina para sofocar una larga rebelión judía, como resultado de esta campaña, muchas ciudades fueron arrasadas incluyendo Jerusalén, epicentro de la vida conocida de Jesús, perdiéndose para siempre mucha de la información histórica de la época; sin embargo nos sobrevive una gran cantidad de documentos escritos de fuentes no cristianas que nos dan cuenta de su existencia y de sus obras; y que a diferencia de la Biblia que nos habla de Jesús como el hijo de Dios y como hombre, estos documentos cuentan de Jesús como hombre, del Jesús histórico.

El registro histórico de los acontecimientos políticos, sociales y religiosos de una determinada época es tan remoto como la escritura misma.

Del antiguo Egipto se han encontrado registros históricos que datan del año 3000 a.C. y dan cuenta de acontecimientos políticos del momento; con el pasar del tiempo esta práctica fue haciéndose más común en todo el mundo civilizado, como lo demuestran la enorme cantidad de registros históricos hallados por los arqueólogos en sus excavaciones.

Jesús de Nazaret fue ciertamente un personaje que no pudo escapar a los ojos de los historiadores de su época, porque independiente de su aceptación de ser el hijo de Dios, generó una revolución que dividió la historia de la humanidad en dos: antes y después de su nacimiento.

Excluyendo la Biblia, actualmente contamos con una gran cantidad de escritos de la época que nos narran la historia de Jesús y que aportan aspectos de su vida, que incluso la Biblia carece. Podríamos reconstruir muchos de los hechos más destacados de su vida: su nacimiento, su apostolado, lo que sus seguidores llamaron milagros, su invitación a llevar una vida muy diferente a la que la jerarquía suprema judía proponía o a la que los romanos vivían, su pasión, su muerte, y de la cantidad de testigos que cuentan haberlo visto vivo, días después de su crucifixión.

Muchos de los autores de esos escritos, fueron personas abiertamente cristianas, pero otros no, al contrario, eran enemigos de ellos. Para reforzar el punto del que trata este capítulo, me limitaré a citar fuentes de estos últimos.

 

 

Josefo Flavio

Josefo Ben Matityahu, mejor conocido como Josefo Tito Flavio nació en Jerusalén en el año 37, procedente de una familia real judía perteneciente a la tribu de los asmoneos.

A muy temprana edad comenzó a ganar una gran reputación de erudito que lo acompañaría el resto de su vida. Podemos leer en su autobiografía “La vida de Josefo”:

“Alrededor de la edad de catorce años, logré una fama universal por mi amor a las letras, tanto que los principales de la ciudad acudían a mí con regularidad para tener una información exacta acerca de algunos particulares de nuestras leyes” (Vita, 9)

Este prolífico escritor es el autor de “Antigüedades de los Judíos” escrito en griego hacia los años 93 y 94. La obra pretende narrar en 20 libros toda la historia del pueblo judío, desde su origen en el paraíso hasta la revuelta anti-romana que se inició en el año 66.

El libro dieciocho contiene un testimonio de Jesús de Nazaret que ha llegado a llamarse Testimonio Flaviano, en los párrafos 63 y 64 del capítulo 3 podemos leer:

“Ahora, había alrededor de este tiempo un hombre sabio, Jesús, si es que es lícito llamarlo un hombre, pues era un hacedor de maravillas, un maestro tal que los hombres recibían con agrado la verdad que les enseñaba. Atrajo a sí a muchos de los judíos y de los gentiles. Él era el Cristo, y cuando Pilatos, a sugerencia de los principales entre nosotros, le condenó a ser crucificado, aquellos que le amaban desde un principio no le olvidaron, pues se volvió a aparecer vivo ante ellos al tercer día; exactamente como los profetas lo habían anticipado y cumpliendo otras diez mil cosas maravillosas respecto de su persona que también habían sido preanunciadas. Y la tribu de cristianos, llamados de este modo por causa de él, no ha sido extinguida hasta el presente.”

Cornelio Tácito

El historiador, senador, cónsul y gobernador romano Cornelio Tácito, nació al parecer en el año 55 d.C., dedicó sus últimos años a escribir diversas obras de carácter histórico.

En la obra “Libros de anales desde la muerte del divino Augusto”; en el capítulo quince, Cornelio Tácito da testimonio del incendio de Roma por parte del emperador Nerón en el año 64 d.C.:

“Nerón, para deshacer el rumor que le acusaba del incendio de Roma, inculpó e infringió refinadísimos tormentos a aquellos que por sus abominaciones eran odiados, y que la gente llamaba cristianos. Este nombre les viene de Cristo, a quien, bajo el imperio de Tiberio, el procurador Poncio Pilato había mandado al suplicio. Esta execrable superstición, reprimida de momento, se abría paso de nuevo, no sólo en Judea, donde el mal había tenido su origen, sino también en Roma, en donde todas las cosas abominables y vergonzosas de todos los lugares del mundo encuentran su centro y se popularizan”. Capítulo 44.

Cayo Plinio Cecilio Segundo

Cayo Plinio Cecilio Segundo nació en Bitinia, hoy territorio turco. En el año 62 d.C. perdió a sus padres siendo todavía un infante, quedando bajo la tutela de Virginio Rufo, influyente general del ejército romano, posteriormente fue adoptado por su tío materno Plinio el Viejo, quien lo envió a estudiar a Roma bajo la supervisión de profesores como Quintiliano, gran orador de la época y Nices Sacerdos.

A la temprana edad de 19 años, comenzó su carrera política y llegó a ocupar importantes cargos en el senado, como cuestor, pretor y cónsul; fue abogado, científico y escritor, codeándose con autores tan destacados como Marcial, Tácito o Suetonio.

Desde su ciudad natal entre los años 112 y 113 d.C. le escribió al emperador Trajano una carta en la que le pide la aprobación sobre su manera de lidiar con los llamados cristianos. En su escrito nos deja ver cómo algunas personas de esta naciente comunidad llegan a entregar sus vidas en la defensa de Cristo.

Describe cómo igualaban a Cristo a la categoría de un Dios y se reunían una vez por semana para adorarlo, después de esta reunión se congregaban a compartir unos alimentos[1], cuyo propósito era el de fortalecer su voluntad para llevar una vida alejada de las costumbres paganas de la época:

“Señor, es regla mía someter a tu arbitrio todas las cuestiones en las que tengo alguna duda. ¿Quién mejor para encauzar mi inseguridad o para instruir mi ignorancia? Nunca he llevado a cabo investigaciones sobre los cristianos: no sé, por tanto, que hechos ni en que medida deban ser castigados o perseguidos. Y harto confuso me he preguntado si no se debería hacer diferencias a causa de la edad, o si la tierna edad ha de ser tratada del mismo modo que la adulta; si se debe perdonar a quien se arrepiente, o bien si a quien haya sido cristiano le vale de algo el abjurar; si se ha de castigar por el mero nombre (de cristiano), aun cuando no hayan hecho actos delictivos, o los delitos que van unidos a dicho nombre. Entre tanto, así es como he actuado con quienes me han sido denunciados como cristianos. Les preguntaba a ellos mismos si eran cristianos. A los que respondían afirmativamente, les repetía dos o tres veces la pregunta, amenazando con suplicio; a quienes perseveraban, les hacía matar. Nunca he dudado, de hecho, fuera lo que fuese lo que confesaban, que tal contumacia y obstinación inflexible merece castigo al menos. A otros, convictos de la misma locura, he hecho trámites para enviarlos a Roma, puesto que eran ciudadanos romanos. Y muy pronto, como siempre sucede en estos casos, propagándose el crimen al igual que la indagación, se presentaron numerosos casos distintos. Me fue enviada una denuncia anónima que contenía el nombre de muchas personas. Quienes negaban haber sido cristianos, si invocaban a los dioses conforme a la fórmula que les impuse, y si hacían sacrificios con incienso y vino a tu imagen, que a tal efecto hice instalar, y maldecían además de Cristo –cosas todas ellas que, según me dicen, es imposible conseguir de quienes son verdaderamente cristianos– consideré que debían ser puestos en libertad. Otros, cuyo nombre me había sido denunciado, dijeron ser cristianos pero poco después lo negaron; lo habían sido, pero después habían dejado de serlo, algunos al pasar tres años, otros más, otros incluso tras veinte años. También todos estos han adorado tu imagen y las estatuas de nuestros dioses y han maldecido a Cristo. Por otro lado, ellos afirmaban que toda su culpa o error había consistido en la costumbre de reunirse un día fijo antes de salir el sol y cantar a coros sucesivos un himno a Cristo como a un dios, y en comprometerse bajo juramento no ya a perpetuar cualquier delito, sino a no cometer hurtos, fechorías o adulterios, a no faltar a nada prometido, ni a negarse, a hacer un préstamo del depósito. Terminados esos ritos, tienen por costumbre separarse y volverse a reunir para tomar alimento, por lo demás común e inocente. E incluso de estas prácticas habían desistido a causa de mi decreto por el que prohibí las asociaciones, siguiendo tus órdenes. He considerado necesario arrancar la verdad, incluso con torturas, a dos esclavas que se llamaban servidoras. Pero no conseguí descubrir más que una superstición irracional y desmesurada. Por eso, tras suspender las indagaciones, acudo a ti en busca de consejo. El asunto me ha parecido digno de consultar, sobre todo por el número de denunciados: Son, muchos, de hecho de toda edad, de toda clase social, de ambos sexos, los que están o estarán en peligro. Y no es sólo en las ciudades, también en las aldeas y en los campos donde se ha difundido el contagio de esta superstición. Por eso me parece necesario contenerla y hacerla acallar. Me consta, de hecho, que los templos, que habían quedado casi desiertos, comienzan de nuevo a ser frecuentados, y que las ceremonias rituales que hace tiempo habían sido interrumpidas, se retoman, y que se vende en todas partes la carne de las víctimas que hasta la fecha tenían escasos compradores. De donde puede deducir qué gran cantidad de hombres podría enmendarse si se aceptase su arrepentimiento”. (Epístolas 10: 96)

El Talmud

Se conoce por el Talmud a un conjunto de decretos escritos por los judíos después de la destrucción del templo de Jerusalén en un período de más de trescientos años, que recopila la forma en que las generaciones fueron interpretando todas y cada una de las leyes que se encuentran en la Tora (los cinco primeros libros de la Biblia).

El Talmud contiene el desarrollo oral de la evolución, ajuste y aplicabilidad de todo ese conjunto de leyes que Dios entregó a Moisés en el monte Sinaí.

Dos grandes divisiones de este libro han llegado hasta nuestra época: el Talmud de Jerusalén y el Babilónico, de este último encontramos en el libro del Sanedrín en la sección 43:

“La víspera de la Pascua ha sido colgado Jesús de Nazaret. Durante cuarenta días un pregonero ha ido gritando delante de él: […]. Debe ser apedreado, porque ha ejercido la magia, ha seducido a Israel y lo ha arrastrado a la apostasía. El que tenga algo que decir para justificarle, que venga a hacerlo constar. Pero nadie se presentó a justificarle, y se le colgó la víspera de Pascua”.

 

 

 


[1]El primer día de la semana nos reunimos para partir el pan. Como iba a salir al día siguiente, Pablo estuvo hablando a los creyentes, y prolongó su discurso hasta la medianoche.” Hechos de los Apóstoles 20:7

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